martes, 29 de junio de 2010

HOMENAJE A JOSÉ SARAMAGO EN SU MUERTE POR MORALES LOMAS




LA NARRATIVA TRASCENDENTE DE
JOSÉ SARAMAGO


Acaba de morir (aunque esto siempre es algo imaginario) José Saramago. Digo que siempre es imaginario decir que un escritor como Saramago ha muerto porque personas como él no sólo no mueren nunca, sino que a medida que pasan los años, como los buenos vinos, va creciendo su obra que se universaliza y se eterniza. El escritor es su obra. No me cabe la menor duda. Nada tiene sentido para un escritor que no vaya acompañado de lo creado a lo largo de los años. La existencia física para un escritor es lo de menos. Todos seremos pasto de la tierra o de las llamas algún día, pero la obra, cuando trasciende el acto de nacimiento, no.
La última vez que vi a Saramago fue en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara (México) en noviembre-diciembre de 1986. Fueron días de gran ajetreo y a Saramago lo llevaban y traían por los grandes saraos literarios como una estrella rutilante. Él, siempre tan disciplinado, hacía su labor con complacencia. Una noche ambos pudimos ver la actuación de Miguel Ríos acompañados de nuestras dos Pilares, ¡qué mejor ilusión escénica!: la suya, Pilar del Río; y la mía, Pilar P. Esteban. La gloria la teníamos cerca sin duda y, por un momento, miré en la misma dirección que él (los dos contemplábamos a Miguel Ríos) y acaso rocé el hálito de la gloria. Claro que de su rostro no se disipaba una cámara que constantemente grababa una y otra vez cualquier gesto o movimiento que hacía. Recuerdo que le comenté a Pilar, la mía: al pobre hombre no lo van a dejar ni dos segundos. Desde luego, ya nadie lo vamos a dejar ni dos segundos porque es uno de los escritores más importantes del siglo XX.
Sin embargo, si observamos alguna de las historias de la literatura mundial al uso hasta los años ochenta, Saramago era un perfecto desconocido en España. Es en los últimos veinte años cuando la producción del escritor de Azinhaga ha conseguido alcanzar una gran importancia, aunque su primera novela, Terra do pecado fue publicada en 1947. Es a partir de 1977 cuando su producción alcanza un éxito de público con las obras Manual de pintura y caligrafía (1977), Memorial del convento (1982), La balsa de piedra (1986), Historia del cerco de Lisboa (1989), El evangelio según Jesucristo (1991), Ensayo sobre la ceguera (1996), Cuaderno de Lanzarote (1997), Todos los nombres (1997), La caverna (2000), El hombre duplicado (2002), Ensayo sobre la lucidez (2004), Las intermitencias de la muerte (2005), El viaje del elefante (2008), Caín (2009)… La concesión del Nobel de Literatura en 1998 a un comunista convencido pareció una provocación para los seguidores del liberalismo salvaje y el pensamiento único, pero fundamentalmente fue un reconocimiento a la literatura portuguesa de este siglo, pues es el primer autor al que se le concede tal galardón, aunque haya habido otros que lo hubieran merecido, por ejemplo, Eça de Queiroz, Pessoa, Mario Braga...

Fue precisamente una de sus obras, El evangelio según Jesucristo (1991), la que le permitió un mayor acercamiento a España (un libro que lo enfrentó de plano y de pleno con la jerarquía católica de su país y, de paso, con el Gobierno portugués) pues sirvió de pretexto para que se viniera a residir aquí y se convirtiera en un escritor “casi español”. Pocos como él han defendido la unión de la península ibérica, cuando algunos pueblos quieren sucumbir a la huida de ella.
Jesucristo fue un mártir de Dios. Ésta es una de las múltiples aseveraciones que se pueden concluir de la novela de tesis que lleva a cabo el Nobel portugués, José Saramago, en su novela El Evangelio según Jesucristo (1991). Historia que bien podría haber sido escrita por Voltaire, por el espíritu burlón e incrédulo que manifiesta, desde un evidente racionalismo ateo hasta la profundización en la figura de Jesús como hombre sacrificado, hombre que sufre y, en definitiva, víctima de la coyuntura histórica de Dios.
Considera Saramago que Dios es un buen estratega para el que, como Maquiavelo, el fin justifica los medios y su finalidad, en este tablero que es el mundo, es la victoria sobre el resto de los dioses que hasta entonces existieron:

“Si cumples bien tu papel (dice Dios a Jesús), es decir, el papel que te he reservado en mi plan, estoy segurísimo de que en poco más de media docena de siglos, aunque tengamos que luchar, yo y tú, con muchas contrariedades, pasaré de dios de los hebreos a dios de los que llamamos católicos, a la griega, Y cuál es el papel (pregunta Jesús) que me has destinado en tu plan, El de mártir, hijo mío, (responde Dios) el de víctima, que es lo mejor que hay para difundir una creencia y enfervorizar una fe”.

Víctima y verdugo en una novela de seres humanos condenados a un destino. Desde el primero al último de los personajes siguen ese continuum, sin que el libre albedrío tenga ningún sentido en el evento. En ello, por tanto, es fiel al proceso histórico y en algunas anécdotas. Pero, obviamente, esta densa novela –una de las más importantes y polémicas de Saramago que le ha valido constantes críticas del Vaticano- no queda en una tesis única, si bien es la más llamativa y trascendente.
Saramago es consciente de que la historia que cuenta es archiconocida, de ahí que lo importante no sean en sí los detalles ni las situaciones. Unas, extraídas de la Escritura; y, otras, inventadas por el narrador. Lo trascendente es las tesis que la sustenta. Porque, en cierto sentido, ésta permite hablar de un ajuste de cuentas o una crítica despiadada en la dirección volteriana que apuntábamos.
Desde la tercera persona del narrador omnisciente Saramago construye la historia de Jesús de un modo lineal, si bien entre el principio y el final se crea un círculo.
Comienza con la descripción del cuadro en el que Jesús yace en la cruz y finaliza con la misma escena. Se sucede la vida de María y José, la escena del ángel anunciador, el nacimiento de Jesús en Belén, el censo, el asesinato de inocentes por Herodes, los hijos de María, la crucifixión de José, la huida de casa de Jesús, el encuentro con el diablo (a quien Saramago llama Pastor), con Simón y Andrés, la vida sexual de Jesús y María de Magdala, así como múltiples milagros y situaciones muy conocidas: la multiplicación de los panes y los peces, las bodas de Caná, etc.
En cambio, pasa de puntillas sobre sucesos que han sido ampliamente relatados en el Nuevo Testamento. Todos estos acontecimientos se desarrollan en dos tiempos diferentes: un tempo lento, que tiene como objetivo los sucesos que van desde la vida de María y José hasta el encuentro con Pastor; y, el resto, con un tempo molto vivace en el que selecciona los hechos que a él le interesan de un modo fehaciente (narrados con ya menor parsimonia) y destacará aquéllos que por razones obvias importan al narrador. Por tanto, lentitud inicial y aceleración final.
No pierde la historia un evidente sentido épico que nos ha recordado a los grandes poemas homéricos (por ejemplo, en detalles como el recurso al sueño: José, Jesús, etc. viven obsesionados con sus sueños terribles; pero también en el tono, a veces álgido y grandilocuente); pero frente a los poemas homéricos en el que existe mucho de héroes y tumbas, los personajes de la novela son hombres y mujeres humildes, “normalizados”, que viven la existencia (el estatus de la existencia, diríamos) como cualquier hijo de vecino.
Su profunda humanidad sobresale como hecho cardinal y destacable. Es otro de los valores, muy frecuente en las novelas de Saramago, la selección de personajes vulgares (anónimos casi y prosaicos) que llegan a adquirir una categoría de héroes o antihéroes y emparientan así su obra con los personajes vulgares e insustanciales de Kafka, una especie de héroes de la vulgaridad.
Queremos pensar que este hecho bien pudiera proceder de su ascendencia comunista y los presupuestos estéticos que en su momento desarrolló el realismo socialista a partir de Zdanov y Toeplitz por cuanto es el hombre-masa, el hombre-vulgo, el hombre sin atributos, el que realmente se convierte en héroe novelesco y no el burgués, no el rico, no el personaje extraordinario. Un hecho que también en la historia literaria lo inventó ya Cervantes (el gran revolucionario de la narrativa contemporánea) cuyas creaciones son la vulgarización de la heroicidad. Don Quijote en su vulgaridad alcanza la gloria. Es el héroe, y el más trascendente de todos, porque su heroicidad está normalizada: no le llega de cuna o de linaje sino que le llega desde la normalidad, desde la vulgaridad. Como los héroes de Saramago, como los héroes anónimos de Kafka.
El componente de tesis que posee la obra le permite al escritor desarrollar la función metalingüística, realizar abundantes interpolaciones, excursos, reflexiones de todo tipo sobre el ser humano, la ficción literaria, o, sencillamente, sobre cómo se debe escribir una novela. Abundantes en las páginas 170, 189, 191, 197, 225 y 252. Por ejemplo, dice en esta última, con evidentes resonancias cervantinas:

“Dicen los entendidos en las reglas del bien contar cuentos que los encuentros decisivos, tal como sucede en la vida, deberán ir entremezclados y entrecruzarse con otros mil de poca o nula importancia, a fin de que el héroe de una historia no se vea transformado en un ser de excepción...”

En la narrativa de Saramago es frecuente la tendencia a las frases con aire proverbial o con afán de quedar inmortalizadas:

“En verdad hay cosas que el mismo Dios no entiende, aunque las haya creado” (p.27), “No hay límites para la maldad de las mujeres, sobre todo las más inocentes” (p.41), “La mejor manera de llegar a una buena idea es dejar que fluya el pensamiento...”(p. 100), “No hacemos más en la vida que ir buscando el lugar donde quedarnos para siempre (...), la única cosa realmente firme, cierta y garantizada es el destino” (p. 140), “La culpa es un lobo que se como al hijo después de haber devorado al padre” (p. 241), etc.


Pero entre esas ideas generales, y este comentario tiene obviamente ese carácter por razones de espacio, sintetizamos las siguientes:
1. Dios y el Diablo (Saramago lo escribe con mayúscula) son la misma cosa:

“Si encontrásemos al Diablo y él se dejase abrir, tal vez nos lleváramos la sorpresa de ver saltar a Dios de allí adentro” (p. 276).
2. El Diablo también es una víctima del Todopoderoso. Le propone a Dios llegar a un acuerdo para que triunfe el bien sobre la tierra, pero Dios no acepta, porque a Dios le interesa más su triunfo que el del bien. Dios necesita mártires para construir su obra. Ante la hermosa propuesta del Diablo (Saramago es su abogado), responde Dios:

“No te acepto, no te perdono, te quiero como eres y, de ser posible, todavía peor de lo que eres ahora” (p. 451).

3. Judas es otra víctima propiciatoria. Digamos que le tocó la china y se convirtió en delator porque alguien debía serlo para que se desarrollara la historia de Jesús según el plan trazado por Dios (pp. 504-509).
4. Jesús realiza su vida sexual con una prostituta, María de Magdala, con absoluta normalidad. Una historia de amor que se convierte en uno de los aciertos más interesantes de la novela por la exquisitez con que trata Saramago a esta María y los sentimientos positivos que despierta. Sin duda que el hecho sexual habrá levantado ampollas en la moral de entrepierna de una iglesia que ve en la sexualidad uno de los mayores peligros. Algo no muy original, pues se sabe que con esta historia se han construido múltiples novelas.
5. Furibunda crítica a Dios (pp. 150, 152, 156, 266, 276, 426, 445). Entre ellas no faltan varias páginas con los mártires más conocidos de la Iglesia recogidos por orden alfabético, como un intento de demostrar científica y documentalmente que se necesitaron en todos los tiempos mártires y, a ser posible que murieran lo más cruentamente en nombre de la fe en la iglesia de Jesús. Pero no solo mártires-creyentes sino mártires que no lo eran y fueron acusados ante la Inquisición, la mayor lacra de la historia de la Iglesia, construida a base de sangre. Es tan dura la apreciación como cierta, y cada palo que aguante su vela.
La integración de la narración y el diálogo, como se deduce de algunas citas anteriores, permite técnicamente mayor fluidez narrativa, a pesar de la parsimonia y el detallismo inicial o de escenas que pueden resultar poco interesantes para el lector. Su punto de vista es el que se mantiene en la obra, partiendo de su pensamiento crítico e irónico, pero frente a ese papel de juez, que lo asume Saramago en su novela, y desmitificador o clarificador de los presupuestos de los mitos o contra todo tipo de imposturas, se nota la profunda humanidad de un escritor que ha mantenido las ideas más hermosas por encima del valor del hecho literario en sí.




Muy distinta es su novela Todos los nombres. De Todos los nombres tengo que decir en primer lugar que es una novela minimalista. Partiendo de unos instrumentos ínfimos, un personaje básicamente, don José (un personaje anodino, un personaje vulgar), el extraordinario escritor portugués, gracias a su inteligencia narrativa (la fusión entre diálogo, narración y descripción que le da rapidez y viveza a la obra, cuyo peligro podría ser la parsimonia narrativa y la continuidad del relato a través del uso de las comas en detrimento de los puntos seguidos) y a la sabiduría para crear mundos personales, elabora una novela de personaje de gran altura de pensamiento. Sin duda que el funcionario don José desde su anonimato alcanza, como el Quijote, la cumbre de una gran creación novelesca.
El argumento es insignificante: un funcionario de la Conservaduría General comienza a investigar sobre una mujer fallecida, una profesora de matemáticas separada que se suicida. Lo importante es el proceso novelesco sabiamente desarrollado que nos recuerda mucho a Kafka. Esos personajes grises e insubstanciales, como es don José, pueblan las novelas del genio de Praga. Pero también nos ha rememorado a uno de los grandes narradores de todos los tiempos injustamente olvidado hoy, Dostoyesvki.
Don José es un hombre que pasa de los cincuenta y con muchos años como funcionario en el Registro de la Conservaduría, un soltero que trabaja en una actividad anodina que puede acabar con la mente de cualquier persona. Su única afición es coleccionar recortes de periódicos y revistas con noticias e imágenes de gente célebre. Un día decide dar un cambio a su vida, se salta la ruda jerarquía administrativa y comete una ilegalidad, la única que ha cometido en su vida: tomar datos del registro sin consultar. Entre ellos, el de una mujer desconocida. No sabe qué le impulsa de pronto a cambiar los famosos por los datos personales de una mujer anónima. A partir de ese momento vive obsesionado con saber quién es y, como un investigador al uso -aunque muerto de miedo, porque sabe que este acto prohibido le puede acarrear la separación del trabajo- decide seguir adelante.
El aire más kafkiano del relato procede de los diálogos y conversaciones que se inventa el personaje –por ej. uno con el techo: “El imaginario y metafísico diálogo con el techo le sirivió para encubrir la total desorientación de su espíritu”, p. 177- cuando el miedo lo invade, creando una atmósfera alucinatoria de gran intensidad dramática, a pesar de los rudimentarios medios que emplea Saramago. Otro hecho alusivo que nos recuerda a El castillo de Kafka es la tremenda jerarquía a la que está sometida la existencia del protagonista y el miedo a romper las reglas.
El recurso a la imaginación y la invención, el juego entre la realidad anodina y la irrealidad que don José se va creando produce una camino de ida y vuelta que difícilmente se puede cortar y es otro de los aciertos narrativos de Saramago. Podríamos decir que la elección de estos personajes es una decisión consciente e ideológica, por parte del comunista Saramago, y es elevar a la categoría de personajes trascendentes a gente vulgar de la que nadie se acuerda. En esto coincide con otros narradores importantes como Julio Cortázar o Jorge Luis Borges. Lo más sorprendente de la obra, que posee grandes sobresaltos, es el extraordinario desarrollo de la psicología de don José, la perfecta recreación de su mundo trivial y el ascenso de la cotidianidad al primer plano del relato. Es un reto para Saramago demostrar que con pocos y simples mimbres se puede construir un gran cesto narrativo, dotado de una gran fuerza vital. Llevar al nivel de lo extraordinairo la banalidad es, sin duda, el gran acierto de Todos los nombres.
A veces la atmósfera se hace dramática cuando hacia el final de la novela visita el cementerio en busca de la mujer suicida. Un descenso a los infiernos que es también un encuentro con la nadería en la que vivimos y un canto a la existencia. De hecho, en algunos momentos surge la ironía en torno a la muerte, pues hay un pastor que se ha dedicado a cambiar las inscripciones de todos los suicidas por placas que corresponden a otros diferentes, porque parte de la idea de que el que se suicida no quiere que lo encuentre nadie.
Aunque el relato está escrito en tercera persona omnisciente, sin embargo se introduce también la primera, la segunda y la tercera personas narrativas. A veces es el monólogo interior o la narración realista decimonónica, las que alternan el punto de vista de la novela que de este modo adquiere múltiples matices. Evita el riesgo que podría producir la obra, la monotonía y el círculo vicioso en torno al mismo personaje, con la irrupción de elementos de la irrealidad que sólo viven en la mente del personaje y son situaciones inventadas, así como con instrumentos técnicos que aceleran la lectura.
A lo largo de ésta van surgiendo perlas, grandes frases para una enciclopedia de citas:

“Hay otras personas que si no salvan el mundo es sólo porque el mundo no se deja salvar”, “la fortuna protege a los audaces”, “llevar el retrato de una persona en el bolsillo es como llevar un poco de su alma”, “la sabiduría de los techos es infinita”, “el espíritu humano es el lugar predilecto de las contradicciones”...


Las reflexiones sobre la existencia, la vejez, la muerte, etc. son constantes y alcanzan un alto nivel filosófico. En el cementerio dice: “Con tiempo y paciencia aquí vendrán todos a parar” (p.244). Da la sensación en muchas ocasiones que la reflexión de Saramago es la del intelectual que viene de vuelta de muchas cosas en la vida, siempre contemplada con la distancia del filósofo:

“La historia es igual para todos, nació, murió, a quién va a interesarle ahora quién haya sido, los padres, si la querían, la llorarán durante un tiempo, después llorarán menos, después dejarán de llorar, es lo acostumbrado” (p.202).

Sus aciertos simbólicos son también llamativos, por ejemplo, la comparación de los cementerios con las bibliotecas:

“Un cementerio es como una especie de biblioteca donde el lugar de los libros se encontrase ocupado por personas enterradas” (p.259).

El Registro de la Conservaduría es un laberinto –“Don José entró en la Conservaduría, fue a la mesa del jefe, abrió el cajón donde lo esperaban la linterna y el hilo de Ariadna. Se ató una punta del hilo al tobillo y avanzó hacia la oscuridad” (p. 314)-, otro de los grandes símbolos de Saramago, un simple registro administrativo en el que la muerte y la vida se dan la mano sin solución de continuidad, un registro que no puede ser alterado, porque si los papeles se equivocan o se alteran también se altera nuestro lugar en el mundo. El Registro de la Coservaduría es la gran metáfora sobre el absurdo de la existencia cuando se cae en manos del todopoderoso estado y su aparato administrativo.
Novela, pues, rigurosa, amplia en su contenido, de gran profundidad ética, que revela una vez más los aciertos del escritor portugués y cómo desde la observación y el rigor, con leves instrumentos, se puede crear una gran obra literaria.

Los años venideros recordarán su obra que se irá haciendo cada vez más colosal a medida que sus lectores vayan en aumento. Un escritor de culto, el último Kafka que hemos tenido el gusto de conocer y aplaudir antes de que la historia de la literatura lo deje en el huecograbado y mientras oíamos “Vuelvo a Granada” de Miguel Ríos.

No hay comentarios:

La creación literaria y el escritor

La creación literaria y el escritor
El creador de libros, pintura de José Boyano