domingo, 24 de febrero de 2008

LA MAGNITUD DE LO LINGÜÍSTICO Y LA EMOCIÓN INTERIOR EN LAS PRIMERAS OBRAS DE GARCÍA BAENA POR MORALES LOMAS



García Baena es un escritor que en la sutileza de las formas palpita sobre lo primitivo del lenguaje (el mundo) y un príncipe intuitivo y lúcido en la transverberación de la vibración interior, siempre afectada por el rosario del ímpetu y sus correlatos de entusiasmo humano. No es la quietud la argamasa de su demonio interior, sino un permanente estado de sacudida, que, ¡quién lo diría!, contrasta con su aparente sosiego externo y sus formas mansamente contemplativas.
Aún recuerdo su lucha con el atril al intentar leer unos versos con motivo de la entrega que le hicimos del Premio Andalucía de la Crítica de 2006. Pablo trataba de no desfallecer ante la inhábil mecánica de los atriles, que tanto hubiera gustado a los poetas ultraístas. Con la mano trémula obtuvo la recompensa de un poema de Los Campos Elíseos (2006) mientras luchaba denodadamente por mantener en la zozobra del atril su poesía íntima, sonora, recóndita, lúcida, luminosa… Su voz octogenaria, aun en su balbuciente estremecimiento, tenía y tiene la consideración de lo alabastrino, la fortaleza del clasicismo y la reciedumbre de lo perenne. El mármol de García Baena, término que tanto frecuenta en sus versos y sobre el que se sostiene su clasicismo mediterráneo de rigurosa construcción arquitectónica, está dispuesto a competir con La Mezquita.

Pablo sostiene su lírica en las dos columnas que organizan su mundo expresivo: la palabra y la emoción interior. La palabra, esa condición del lenguaje y de la vida tan denostada en la lírica actual, y la emoción interior que, en ocasiones, se ha confundido con una dinámica neorromántica a lo George Sand. La palabra es la conditio sine qua non. La emoción, el convenio, la salvedad, el fundamento, la razón de ser del poema.
Pablo García Baena ha dicho que la palabra ha de ser la más precisa, y «si la más precisa es un poco arcaica, no tengo ningún miedo en usarla». Es uno de los fundamentos que confiere a su lírica una razón de ser moderno, porque se ha entendido la modernidad, a veces, como un hecho disruptivo: la palabra fluyendo en su vulgaridad de trapo.



En García Baena la palabra pierde su dispositio de instrumento para convertirse en materia de su lírica. Esta falta de aclimatación a las tendencias prosaicas y sistemáticamente «averbales», que llevaron a la lírica española a una charlatanería autocomplaciente y singularmente reiterativa por su tosquedad, que veía en esta lírica la retórica de lo estéril-lingüístico, permitió a García Baena un alejamiento de la lírica al uso y la construcción de un castillo interior de recogimiento hasta que acudieron en su rescate escritores de los sesenta y setenta (los poetas del lenguaje y algunos novísimos) para ennoblecer su aportación a la lírica española del siglo XX. Algunos lo han explicado diciendo que tanto García Baena como otros poetas andaluces de entonces no se habían adscrito al realismo crítico o «poesía social» ni a la protección de organismos oficiales y, además, vivieron en Andalucía, lejos de los centros de decisión editorial, y, eso, en nuestro país tiene un precio: el silencio. Sordina rota en 1984 cuando se le concede el Premio Príncipe de Asturias. A partir de este momento se produce la redención de García Baena.





Esta necesidad de rescatar la esencia lingüística para la lírica ha sido confundida tradicionalmente (bien por maldad o bien por ineptitud crítica) con la pedrería lingüística, con el arrebato sensual de la palabra, con el «huerismo» verbal. Pero esa crítica a García Baena finalmente ha sucumbido y se ha optado por reconocer en él a uno de los escritores que más ha renovado el lenguaje poético en la segunda mitad del siglo XX en España.
Hasta 1958 (al año siguiente publicará, no obstante, una antología que publica el Ayuntamiento de Bujalance, pero su obra ya estaba asentada el año anterior) podemos fijar un primer período en su lírica que dará lugar desde este momento a un largo olvido. Entre esta fecha de publicación de Óleo y 1971, en que se edita Almoneda (12 viejos sonetos de ocasión) en Ediciones Guadalhorce, se han cumplido trece años de diáspora y apartamiento, un riguroso período de silencio estético, al que nos referiremos en otro lugar.
Durante esta primera etapa publica Rumor oculto (1946), Mientras cantan los pájaros (1948), Antiguo muchacho (1950), Junio (1957) y Óleo (1958). En el primer poema de Rumor oculto, de título homónimo, existe en el joven de veintitrés años una intención de configurar una poética, una declaración de principios rectores, una personalidad decisiva: para ello se sostiene en la musicalidad del heptasílabo con asonancias, la sensualidad de la naturaleza con su valor de canto primigenio, la fortaleza primaveral y el neorromanticismo militante: “Quiero que sea mi verso/ como luna de abril,/ como las rosas blancas,/ como las hojas nuevas./ Que mi cítara suene/ como el agua en la yedra,/que mi canto sea nada/ para que lo sea todo/ y que a mis versos caigan/ heridas las estrellas”.
En esta cadencia de lo oculto que lleva implícito el murmullo, el bisbiseo de su lírica, quiere entrar en la poesía española como de puntillas, sin hacer ruido, cantando a Chopin (como en el poema “Elegía a Chopin”: “Pero suena la música…,/ suspiraba en la tarde sin que nadie la oyera…”) y a la pintura (con el homenaje a Ginés Liébana: te he buscado, te busqué con tristeza), pero ya, ab initio, surgen los grandes temas de su lírica (al menos, en esta etapa inicial): el deseo (tanto en su ámbito de lo maléfico, insatisfacción, aprehensión, desgarro…), la muerte, lo decadente y huidizo, el olvido, la memoria/desmemoria, la desazón ante la insatisfacción vital, la constante presencia de la naturaleza y el paisaje como revulsivos de su viaje interior… Existe ya en su componente lírica una reciedumbre de sustancias, una vitalidad marmórea, una agitación y lucha íntima, la expresión de un alma en constante zozobra: la pérdida de Cristo y el infierno del deseo: “Aunque me hayas quitado a Cristo, el que perdona,/ el comprensivo, el dulce, el manso Jesucristo,/ un día volveré al alba,/ ya cansado,/ con mis descalzos pies sangrantes de la senda/ y lloraré las lágrimas, las que tú no ves nunca,/ hasta borrar el último recuerdo del pecado”. Son unos versos que anuncian un futuro, pero el poeta ha caído en la tentación en el aire, el demonio interior, en el que se ahoga, el que adivina su alma, y lo quiere como ángel suyo en el magma fogoso y etéreo del estío: “Por seguir tus caminos/ dejé en un lado a Cristo”. Se abandona el poeta en la impudicia de Venus, en los mirtos lascivos, en la sensualidad de los valles idílicos. Y poco a poco ese deseo del novicio que asciende con un frenesí inaudito se va enquistando en el yo poético y adquiriendo la fortaleza de todo lo marmóreo: “Mis manos, que no saben, moldean asombradas/ el mármol desmayado de tu cintura esquiva,/ donde naufraga el lirio, y las suaves plumas/ tiemblan estremecidas a la amante caricia”. Pero también: “Como aquella trompeta/ que un día romperá los mármoles”. Es ya un mundo plagado de erotismo, intemperancia, sensualidad e impertinente aleación con la naturaleza y el paisaje que entra de lleno a la conquista de un naturalismo corpóreo y vibrante, que se estremece en la metáfora (caracol marino para el oído) o los símiles sensitivos. Un encuentro con la carne (“De mis labios bebiendo en los tuyos”), con los olores del membrillo, con la caricia, con el río de la tarde. Una poesía que nos inunda con aromas sutiles, con cuerpos que se agitan en el despertar del mundo, cuerpos jóvenes como dioses…, pero sobre los que planea también el tránsito de la despedida y la muerte en un tono sutilmente elegíaco: “Deja que pueda echarme sobre tu tumba blanca/ y que cruce mis manos sobre mi pecho y muera/ cara el cielo, igual que tú bajo la tierra”.


A través de la ampulosidad del versículo, su cadencia versal transige con el discurso narrativo-descriptivo de los endecasílabos y heptasílabos, de los operísticos alejandrinos en los poemas “Jardín” u “Otoño en los castaños”, o el versolibrismo de “Elegía para un amigo muerto”. Irrumpe, con el ritmo acompasado y lento de los versos de arte mayor, la «hierofanía» del deseo en cuanto manifestación de lo sagrado, como cuasi vivencia religiosa susceptible de revelarse como una sacralizad cósmica. Si el hombre de las sociedades arcaicas, como nos recuerda Mircea Eliade, tenía tendencia a vivir lo más posible en lo sagrado y en la intimidad de los objetos consagrados, García Baena aúna en el misterio pagano esa suculencia mística que ofrece el paisaje, la naturaleza y el cuerpo del amado, soldando los símbolos de la sacralización con el encuentro amoroso. Eros y thanatos estarán presentes de consuno en una obra que lejos de los versos iniciales de la poética irrumpen en la informalidad de lo impetuoso.
Uno de los proyectos vitales que nunca abandonó García Baena es la presencia obsesiva de la naturaleza como síntesis interior. Desde Garcilaso de la Vega ha habido una tradición de interacción lingüística entre el paisaje interior y la naturaleza en curso. En su momento lo puso de manifiesto mi maestro Emilio Orozco. San Juan de la Cruz lo recogió con inusual sentido en su Cántico espiritual y también Fray Luis de León, más sutilmente Meléndez Valdés y más estentóreamente el romanticismo, llegando casi a un éxtasis de melancolía con Rosalía de Castro y de renovación formal con Bécquer y Juan Ramón Jiménez. García Baena es consciente de esta tradición que arranca evidentemente de la poesía arábigo-andaluza, como bien puso de manifiesto García Gómez, y al respecto hablará siempre del sentido barroco del lenguaje, de la riqueza de la palabra: «Y no puede extrañar: lo llevábamos en la sangre. Ahí están Góngora y los poetas arábigoandaluces, y nosotros estamos en la misma sangre. No podíamos olvidarlo.»
Uno de los poemas que puede ser bandera de lo expresado es el que lleva por título “La vida es como un bosque”, perteneciente a su libro Antiguo muchacho, donde con un ritmo cadencioso y el estribillo del título conforma su experiencia vital a tan temprana edad como veintisiete años: “Oh, sí, la vida es como un bosque./ Un bosque donde un día entramos confiados/(…) A veces pasan sombras por mi mismo camino./ (…) Oh, sí, la vida es como un bosque,/ un bosque donde al alba resuenan las lejanas arpas suavísimas,/ (…) Un bosque donde sopla furioso un viento rojo/ que roe nuestras carnes,/(…) Oh, sí, la vida es como un bosque./ Un bosque sembrado de esqueletos y sal,/ un bosque donde se balancean rígidos los ahorcados/ en cada árbol…”
Por eso adquiere un valor alegórico determinante en la obra Mientras cantan los pájaros, que ya reúne formalmente en su título la premonición de lo afirmado con la síntesis de la música como rúbrica y antídoto (a veces no sólo como oda sino también como elegía) de la existencia. Y para este camino García Baena se sostiene en uno de sus mayores afinidades: la pintura, la imagen: múltiples, heterogéneas y ricas invaden este sazonado alimento imaginario que siempre acompañó al cordobés: “Un puñal de palomas/ rasga como un suspiro el timbal de las nubes” (la interacción entre la música y la imagen); “Hay un tejido espeso con aroma de mieles y trigo” (la simbiosis entre la pintura y los olores); “Y hay un himno en mis labios/ un himno que le levanta su corola” (lo sensual y musical humano junto a la expresión formal de la flor); “Cuando la tarde estruja jacintos olorosos/ en el cáliz temblante de los árboles” (el olor de la tarde y la prosopopeya de los árboles con el latinismo de estremecimientos)… El imaginario del lenguaje se sostiene sobre recursos y tropos como la metáfora, la sinécdoque, la metonimia, la prosopopeya y el símil (básicamente) y en ellos la proyección del imaginario poético se amplifica en el misterio presente del individuo y en su interacción dinamizadora. Por ejemplo, cuando dice “En mis párpados, lirios de pálidas visiones/ mueren todas las tardes” está generando un proceso asociativo entre lo trascendente humano, la naturaleza y la finalización del día. De este modo, el mar puede respirar mientras el joven busca por la selva o en el oscuro aljibe queda el frío de las estrellas en una antítesis que fusiona la luminosidad/oscuridad con la frialdad/sensibilidad. El yo poético se interacciona de tal modo que el viento es el que deja en su boca el metafórico soplo de la dicha, y el color y el sonido se fusionan en un todo: “Un rumor de trompetas coronaba de oro las terrazas”. En este lenguaje conquistado para la palabra no hay nada para la reducción y mucho para la amplificatio de sensaciones y la alegoría de un mundo que se sostiene sobre la mirada, el sonido y la proyección simbólica.
Pero, en los primeros tiempos, la zozobra del deseo pulsa como un caballo encabritado los versículos del extenso poema “Llanto de la hija de Jephté”. A través del símbolo de la vida/carro atascada en el fango de los días, y el magma de la oscuridad de la noche (“aquella noche que se abrazaba como un escarabajo”), trata de reconstruir un historia sucedida años ha y el estremecimiento del ángel o demonio, y la pérdida de la virginidad disipada y la intromisión promiscua del deseo frente al devenir solemne de la muerte. El poeta se debate en sus hogueras interiores y requiere la presencia simbólica de una “túnica tejida” que calme su fuego. Pero todo sigue su cauce de río, de regato que esgrime su propia singladura, su vida, en el fango de las ruedas ya resuelto y el anhelante jadeo de las respiraciones, en este trasiego en el que la noche del alma también es luna de mármol, misterio, canto incendiado, lujuria de los racimos. La voz potencial de García Baena se hace de una reciedumbre sonora, de una casta bizarra en la solemnidad de la primavera, como en el poema dedicado a José Manuel Cardona en endecasílabos blancos y con la estructura paralelística y la simbiosis de las anáforas y el juego de luces presente.
Pero también la necesidad de reconstruir historias. Lo que nos confirma que García Baena es un poeta de la oralidad, que le gusta sistematizar la oralidad en sus escritos, recoger la dinámica de las antiguas historias, cadenciarlas en el poema, hacerlas narración y conservar la euritmia del arte mayor en la organización de nuevas sonoridades (“bronce mortal de los crepúsculos”), de nuevos símiles de corte seudorreligioso o pagano, de una incipiente garra neorromántica que amplifique su potente y poderosa voz a través de la perspectiva sonora, vital y autocomplaciente de sus pinturas en el poema: “Vi el hoyo de mi cuerpo sobre la sucia sábana/ y ahogadas sus palabras en la roja marea de la fiebre”. La cadencia oral se presta en la simulación de lo temporal, por eso formalmente ha preferido muchas veces el verso difuso, heredero de los surrealistas, y muy preciso para la comunicación de los matices de la comunicación, pero también del uso de expresiones que indica ese tiempo transcurrido, las vivencias, los ecos del pasado a través de los verbos perfectivos o imperfectivos con afán narrativo: “Yo era entonces… Era el tiempo… Recortábamos…. Había corolas… Tú ibas anudando”. Esta predisposición, muy familiar en toda su trayectoria poética, incluso hasta su última obra, Los Campos Elíseos, se manifiesta ex profeso en un gran poema, “Noche del vino”, que es un hermoso himno a la construcción de las emociones a través de una cadencia que manifiesta la raíz de una historia que se va poetizando: “Te he escuchado en la noche despeinada del vino”, comienza el poema, y a través del símil del río (constante en la obra anterior) se va inflamando y ofrece una ambientación fantasmagórica: puentes de llanto, ramas desgajadas, trenzas húmedas de sudor, lamentos prolongados. Toda una escenografía (tramoya teatral que como un fanal enigmático ilumina su discurso lírico) de sonidos, rumores, sensaciones, colores… va creando la argamasa de las emociones, construyendo la erótica de la imagen y su formación en una historia de afectos y deseos: flores hirientes como flechas de felicidad. Y siempre la indeleble pintura, como la de esos amantes cuyos cuerpos están embalsamados o la presencia neorromántica de la muerte, casi un tópico en la lírica de Espronceda y el duque de Rivas.
García Baena cimienta su poesía a golpe de sortilegio, a golpe de acumulación, perseverando en la comprensión de la teogonía barroca del sur, que expresa ineludiblemente la pasión hecha carne, la carnalidad del paisaje y sus historias y su visualización: “Soy la carta abandonada sobre el mar,/ el polvo de los besos antiguos cubriendo con su clamor/ el puñal de los ríos,/ la saliva del ángel emigrante del véspero…”
En 1950 publica Antiguo muchacho, que el año anterior había presentado sin suerte al premio Adonais, ganado por Ricardo Molina. Guillermo Carnero señaló que este libro formaría parte con los dos anteriores de una primera época del poeta. Sin embargo, Antiguo muchacho tiene, desde mi punto de vista, su propia soberanía lírica en cuanto rescate de un mundo ya vivido que se sostiene sobre la memoria pero también sobre el presente, con el que ofrece no pocas complementariedades en ese afán de cimentación narrativa de lo vivido: paisajes, personajes, sensaciones, olores… que ofrecen su propio temperamento y condición y elementos exclusivos diferenciados de los poemarios anteriores, aunque es evidente que en la construcción formal y en el alimento lingüístico formaría un todo con los libros anteriores.
Está dedicado a su madre y comienza con un poema titulado “Alma feliz”, concluyendo con un áspero poema: “La vida es como un bosque”, en el que tanto existe lo mejor del mundo como lo más abyecto. En absoluto sería el locus amoenus de las églogas garcilasinas o las odas de Fray Luis de León (nunca presente en García Baena ni siquiera cuando reconstruye su infancia) sino más bien un espesa selva donde tanto podemos hallar la zozobra del alma como la simbólica fuente, tantas veces anhelada, en una especie de ut pictura poiesis. Y se inicia profundizando en los tópicos de la tradición literaria: el ser humano como un náufrago en la corriente procelosa del mundo que ha perdido el rumbo y necesita recomponer el viaje: “Como nauta que asiste impasible en su leño/ al naufragio solemne de la torva tormenta”. El homo viator (hombre caminante), la vida como viaje que nos va purificando a la vez que transfigurando, tan presente en Berceo o en Antonio Machado, va también en relación con la vita flumen (la vida como río), que sería una variante, tan reiterada en Jorge Manrique y a la que acudirá con frecuencia el escritor cordobés. García Baena está pensando en ellos cuando nos habla del “joven ahogado” o los “senderos dormidos”.
García Baena advierte de la pérdida de la bonhomía inicial, de la bondad eugenésica y paradisíaca tan querida en el XVIII (el motivo del buen salvaje) para penetrar en otros rumbos vivenciales, de ahí la sistematización antitética entre el ayer y el hoy: “Viviste bajo el ala florida de aquel tiempo/ glorioso para el hombre. Hoy, que cansado vuelves,/ mira como endiamanta tu llanto las ruinas”. El tema del desengaño vital de tan clara raíz barroca, que está siempre presente en estos versos desde el comienzo, surca el poema para solventar la cadencia final en una exaltación vital necesaria que se proyecta sobre la traslación de la música, como en Rubén Darío, y dice: “… Los címbalos sonoros/ gotean áureo polen en ansiosas corolas/ y desnuda a la luz de trompas y de oboes/ embriágate, oh alma, recordando tu dicha”. La memoria del gozo para recomponer la herida vital, que no está proyectada sobre nada en concreto. En un afán en el que se congregan la vitalidad y la sonoridad más desafiante y optimista.
Una presencia de la música invariable en el poemario como en el homónimo “Antiguo muchacho”, que comienza: “Entre la noche era la madreselva como de música”. Y en consecuencia también el amor (“fugitivo”) será un trovador (el cantor por excelencia, el músico, gloria in excelsis Deo) y se conforman sonoras metáforas como “el laúd de los besos”; y cuando la luz nace será “con su parra latiendo de áureos cimbalillos”. Un mundo donde los avíos plásticos, sonoros, odoríferos, metafóricos son un totum en la ebullición emotiva de la construcción de la emoción, con el objetivo de conmemorar el tópico del pasado satisfactorio y fluvial: “Fluyendo como un agua fresquísima/ del manantial cegado de los días”.
García Baena trata de rememorar los paisajes y los personajes de su pasado cercano, trata de transportarse a una época (“Cuánto tiempo ha pasado desde que yo de niño/ corría por la arena íntima de esta senda”) o cuando recuerda a “Las tres viejas mujeres” en el bullicio también estentóreo de la música: “Lloraban quedamente por largas galerías/ las tres viejas mujeres y a su balcón llegó/ un rumor de violines destrenzando sus crenchas”. Esta alzadura de la memoria, a la vez que deconstrucción de una pasado (en cuanto la memoria construye/destruye al unísono) necesita del versolibrismo y la cadencia amplia de los versos que se pierden rítmicamente en la prosa y en todos los artilugios técnicos de la narración-descripción como horma expresiva. Así de ejemplar resulta en “El puesto de leche”, que comienza temporalmente como si se tratara de un relato: “Al frío de las ocho,/ cuando en las piedras lisas de la calle”. Para, a continuación, conformar ese mundo que trata de cimentar: los mulos, el arriero, la leche de las cántaras, la fruta, el recuerdo de las láminas de la Historia Sagrada… O “Bajo la dulce lámpara”, donde construye la geografía de los viajes por el mundo. Para ello, García Baena ha tomado la imagen bíblica del hijo pródigo, el mismo, que al cabo del tiempo vuelve a casa (el paisaje exterior tanto como los olores, las imágenes, las sensaciones…): “Esta es tu casa, Pródigo. Hoy que vuelves”.
Ya en el poema “Corpus” hacía referencia a Junio, título de su siguiente poemario. En él decía que el cuarto jardín se llamaba Junio: “Y sus flores, abrumadas de escarlata y de oro,/ son como bengalas ardiendo entre los peces de un estanque”. La poesía de García Baena desprende la salutación odorífera de los perfumes embriagadores que arrebatan los sentidos y son capaces de trasladarlos, como los antiguos poetas del Al-Andalus, por lugares mágicos, por caminos de somnolencia aromática. Precisamente Junio va precedido de una cita de Gabriel Miró, el narrador sensitivo por excelencia, que dice: “Es la felicidad la que tiene su olor, olor de mes de Junio”.
De este poemario dijo García Baena que almacenaba el triunfo de la carne y el paganismo, que no puede ir desligado de la iconografía lírica y el cultivo de la imagen corporal en la persona amada. En el extenso poema titulado “Narciso” se adentra por el estío y el deseo en la carne para progresivamente declarar su presencia en esa noche que los refugia a los amantes y despierta el arrebato más carnal: “Haciéndome gritar de angustia por tu cuerpo que escapa a/ mi cuerpo”. El juego de artificios del deseo a través de los tópicos al uso en un ámbito natural, en una Arcadia de nuevo cuño donde dar rienda suelta al milita amoris: “Tú dormías en la tierra. Dormías y esperabas./ Me acerqué a tu mirada y mis piernas elásticas/ encontraron el loto esbelto de tus piernas./ La mañana era entonces unos labios abiertos,/ unas caderas ágiles, un cestillo de fresas,/ una corona húmeda del rocío de la dicha”.
Una poesía que arrebata en su suculenta búsqueda, como en el poema “Junio”, que emplea la anáfora y la repetición de la búsqueda de amor en el topos de Junio, definido en el poema inicial “Bajo tu sombra, Junio…” como un canto fecundo a la zozobra de los cuerpos en la siesta, la respiración agitada y los espasmos sensuales de los besos. Conformación de una exaltación de perfumes, bosques, sonoridades que en este poemario adquieren una singular magnificencia, por cuanto hay varios poemas que tienen como título la música, directa o indirectamente: “Casida”, “Rondel para un joven violinista” e “Himno del cedro”. En el primero, hay un mundo promiscuo para los sentidos, para la edificación de un mundo vegetal con perfumes de azahar, dátiles, pieles oscuras, lirios, diamantes calcinados, alhelíes, rosales, jaras, cálices, destellos de amatista y ópalos, pero también la metafórica “enredadera enervantes de los abrazos” o en el gemido de las cítaras y el placer presidiendo el sorprendente acaparamiento de sensaciones.
En el segundo, surgen los oscuros cabellos de violines en una alianza misteriosa entre el cuerpo y la música, o “la carne de la humilde madera” que es toda una premonición en la que el misticismo de la mixtura alcanza una elevación sonora: “Y los puros sonidos/ cuando pulsas sombrío el corazón nocturno”.
El tercero, un canto a la palabra, su fortaleza, su presencia en la confidencialidad del perfume y en la premura del perfumado beso de ese amor fugitivo que ante nosotros se reclina.
Un mundo de exacerbación vital en el cuerpo del amado que se resume en “Amantes” nada más iniciar con la mezcla de música, cuerpo y sentidos: “El que todo lo ama con las manos/ despierta la caricia de las cítaras”. Después se extiende en una enumeratio de depósitos en los que el amante adquiere todo el protagonismo al adentrarse en la dicha: “El que encuentra los muslos del aljibe/ entre sus muslos”. Para finalmente enloquecer en la dicha de amor en torno al flamma amoris: “Todos, la noche maga con su rezo/ los enloquece (…) y los devuelve dulces, poseídos”.
En 1958 publica Óleo, que sigue en la estela de las obras anteriores en el beneplácito del canon pictórico, el entusiasmo sensual, la enumeración cognitiva con ansias de enclaustrar la amplitud del mundo observado, la solvencia de la terminología litúrgica en un peregrino maridaje entre paganismo y cristianismo, la determinación lujuriosa de un paisaje que siempre lo acompaña misteriosamente, mixti fori, como sucedía en Valle, la gradación de los componentes vitales, la presencia obsesiva de la música, la voluntad del ut pictura poiesis, la arquitectura del libro divino de la naturaleza y el alma trágica de los seres que se anudan al vivir incierto, la flamma amoris, lo cristiano en el ámbito de una naturaleza que se exalta continuamente, y, finalmente un espíritu agónico que está dispuesto a combatir y a revitalizar la existencia.
Se inicia con “Sueño de Adán”, donde el Tú apostrófico es Dios, la respiración de Dios, su mundo y la sombra que palpita sobre el poeta que en soledad se siente anegado en sus límites de arcilla y ansía esa voz sagrada, esa lumbre angelical que embellezca el “laurel desnudo y joven”. Su poesía, a fuerza de relevante fonéticamente, se eleva a través del paisaje de Dios para adquirir progresivamente la concepción del sic transit gloria mundi. Pero, mientras que nos toca vivir, lo quiere hacer con la voluptuosidad de la naturaleza que eleva su plegaria en el poeta, que ha depositado en su alma desvelada el recorrido de los sueños. Se pregunta en “Los que un día os llevasteis” qué harán los que han dejado la existencia y tiene momentos de piedad para ellos mientras aspira llevar siempre delante un camino de tierra y una “higuera sedienta”. Símbolos de estar animado de una voluntad vital y terrenal, aunque (como en “Cuando los mensajeros…”) sepa que el polvo sellará los labios un día dando fin al homo viator.
El apóstrofe de Dios está muy presente en algunos de estos versos, como en “Ceniza” para expresar su potestad y la finitud del camino humano, en una línea muy cercana a Jorge Manrique aunque sin la contención de éste. García Baena es expansivo en su poesía, amplio y esplendente. Y así, los matices de la ceniza con su carga de simbología cristiana y renovación de compromiso y, también, de muerte, en este poema se adentran por diversos vericuetos mientras el alma confusa en la plenitud del deseo observa el engaño del mundo, pero también se prepara litúrgicamente para la ascensión, una elevación espiritual de corte místico que aspira a destruir su paganismo militante, como cuando dice el poeta: “Subirán a tu cielo como el perro que teme/ y confía y se arrastra delante de su amo,/ subirán a tu cielo suplicando que anegues en tu ceniza viva todo incendio que levante en mí/ y que tu lava arrase mis mármoles paganos,/ la púrpura soberbia de mis templos, / y los plintos florecidos de mis deseos”.
La amplitud sonora y la magnificencia de los verbos: desnúdame, sájame, hiere, raspa, opera, rebana, deja, remueve en “Día de la ira” convierte al poema en un arrebato de desesperación y una lucha (el agonismo al que nos referíamos) que se hace persistente y dolorosa. El poeta advierte de ese destino trágico, un personaje en medio de un cerco que lo anega y lo enfrenta progresivamente a la muerte: “El sombrío aposento de las urnas,/ el agujero oscuro, el cenotafio…” En cambio, un hálito de luz, de ciego que recobra la luz misteriosamente despide su hermoso “Palacio del cinematógrafo”, donde comienza con unos versos que son una invitación narrativa y confidencial: “Impares. Fila 13. Butaca 3. Te espero/ como siempre. Tú sabes que estoy aquí. Te espero”. El poeta encadena la experiencia del cine, el grito de los sioux, la sangre grasienta, el lago clausurado, el corazón loco que galopa… y, a través de las enumeraciones, conforma un mundo, crea una atmósfera vital.
Sin embargo, uno de los poemas, probablemente el más importante, es el dedicado a su amigo Juan Bernier, “Nocturno”. A través de la epímone “he visto”, del paralelismo, la enumeración acumulativa y el tópico ascético-místico del poeta que pasea en la noche, va construyendo su mundo interior en el ámbito del paisaje exterior con claras reminiscencias de San Juan de la Cruz: “Cuando mi alma era una oración de nieve en un lago de sangre”. Va creando los elementos de ese mundo: el jardín cerrado (de proyección evidentemente barroca, en el conde de Villamediana, y después retomado por Emilio Prados), el sueño deslumbrante, los mármoles, el corazón morado, el vino de la lujuria, el fuego consumido y las hostias mancilladas, las promesas de los amantes, el amor que arde en el deseo permanente, la audacia, la palabra como luminosa presencia la adolescencia, el veneno de la vida y el final, el miedo del existir: “Y tuve miedo y frío. Me calaba la lluvia. Me cubrí la cabeza para no ver/ y todos aquellos que pasaban eran como yo mismo.”
En definitiva, la lírica de García Baena proyecta una áurea fortaleza vital en el ámbito lingüístico por su magnificencia verbal y amplitud metafórica y en la conformación de un mundo interior tupido, trabado, promiscuo, que conforma una de las más brillantes trayectorias líricas de los últimos tiempos.

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