
Eligió vivir encerrada. Su cárcel mágica fue su casa, la casa de Amherst (cerca de Boston, EE.UU) donde tantas personalidades influyentes se reunieron en otro tiempo y donde hablaba a las pocas visitas que se acercaban a través de una puerta entornada. Emily Dickinson, una de las grandes mujeres del siglo XIX, vivió la poesía y las cartas con una premeditada alevosía, una alevosía literaria y perfeccionista. Su sensibilidad es extraordinaria y también ese desapego (que no al mundo, pues lo vivió intensamente desde su encierro) sino a las cosas. Si acaso, como ella misma escribió en una carta de 1883: “La Crisis del dolor de tantos años es lo único que me cansa”. Porque, aunque no admitiera ser visitada por nadie consecuencia de su estado depresivo permanente («postración nerviosa», decía el médico; acaso heredado de su madre, de la que dijo que nunca la tuvo) desde aproximadamente 1861 hasta su muerte el 15 de mayo de 1886, sí escribió múltiples cartas a gran cantidad de personas y su correspondencia fue relevante (también su amistad) con poetas de la época, por ejemplo, con Helen Hunt, la poeta norteamericana más célebre del momento.
Sus más de mil setecientos poemas y más de mil cartas muestran que el encierro no supuso alejamiento de la vida sino todo lo contrario, vivirla profundamente, en intensidad y fortaleza. Su casa era la casa del corazón, la casa del alma... pero también la tumba. Y fue su autoprivación lo que eligió siguiendo un cierto espíritu calvinista inherente a la familia.
Cartas en edición y traducción de Nicole d´Amoville Alegría, con abundantes notas a pie de página que ofrecen claridad sobre circunstancias y personajes. Estas ciento una cartas son un muestrario de esas mil a las que aludíamos y una inmersión en su mundo. No se muestra en ellas depresiva sin todo lo contrario: vital y activa, muy abierta al mundo, a su observación, a su contemplación.

La capacidad para impresionar, para esbozar ideas, para crear un misterio en torno a la palabra es una de sus grandes virtudes como escritora, que no es ajena al escrupuloso uso de la lengua y a no caer en los tópicos y usos comunes del momento romántico o al realismo en ciernes. Las Cartas muestran una creencia extraordinaria en las personas y, sobre todo, en los afectos; desde esas cartas iniciales de 1842, con apenas doce años, cartas largas, engoladas y con faltas de ortografía, a las más contenidas, sugerentes y perfectas de la madurez donde el sentimiento no se pierde pero la lengua se transforma para transmitir la profundidad de las cosas, su sentido último.