domingo, 27 de octubre de 2019

REMOTA LUZ DE M. A. VÁZQUEZ MEDEL POR F. MORALES LOMAS



Publicado en Cuadernos del Sur de Diario Córdoba, 26 de octubre de 2019, p. 12.
‘Remota luz’. Autor: Manuel Ángel Vázquez Medel. Editorial: Huerga y Fierro. Madrid, 2019.
Siempre ha existido en el pensamiento de Vázquez Medel una profundidad abisal. Se reconoce con fervor tomando en sus manos cualquier libro de pensamiento, como le sucedía al siempre recordado Antonio Machado. Su última obra, Remota luz, es un recorrido del ser por los laberintos existenciales que ha configurado, en naturales palabras de Heidegger, el tiempo. De ahí que es vital la asociación en su lírica entre laberinto, tiempo, ser, existencia… y toda una sinergia de correlatos como luz/sombra, memoria, conciencia, silencio, límites, amor, destino, soledad. En ellos se sumerge y los hace personales, suyos, inmodificables. Su poesía se adentra en los confines del yo para observarlo en su laberinto interior y transigir en los caminos del ser, en su deambular. La vida, eso que los sabios llaman estar ahí, dasein, está muy presente para mostrarnos sus atolladeros, sus desvaríos, sus conquistas y sus escombros. Su cielo y su infierno. 


Hay tres apartados y una coda: «Hacia el laberinto», «Laberinto del tiempo», «El hilo de Ariadna». Y como un reclamo simbólico a la figura del poeta granadino Antonio Carvajal, que abre el poemario con un soneto dedicado a Vázquez Medel. Y este cierra el poemario con unos versos de Carvajal que son motivo de inspiración del título. Dice Carvajal: «Iré a otra luz. La luz no guarda luto/por quien la amó en el arte y en la vida». Unos hermosos versos que nos hablan de esa juanramoniana sensibilidad del gran poeta granadino.
Vázquez Medel nos adentra, como el sabio que se retira, en la soledad de la noche al inicio de un gran viaje donde hay un destino: Ítaca (acaso una nueva mirada kavafiana) donde Vázquez encuentra: «Mi conciencia vencida por el tiempo/nada pues escrutar: no hay metas ni caminos;/ni siquiera asechanzas: Sirenas, Lestrigones, Cíclopes, Poseidón, tan sólo palabras». Es una apertura con la que pretende hacer vibrar al alma y su reguero de luz. Pero es consciente del abismo donde ingresa, de sus divisorias y acotaciones, al tiempo que un cierto olvido del ser y de la nada. El silencio inicial le permite penetrar en su yo, en el sentido del paso del tiempo, de las palabras y su memoria, acaso como el que trata de abrir una puerta que no existe, como dice en la cita de Borges. 
El mar puede ser ese refugio para adentrarse en el misterio pero también el laberinto del que el yo poético difícilmente puede hallar la salida porque acaso no exista: «Que la vida no es más; polvo siquiera/con que cubrir un rostro ni una herida,/con que calmar el ansia de infinito». Y el poeta se pregunta retóricamente por un quién hacedor, que levantó, derramó, sembró, sorprendió… escribió. Son preguntas sin respuesta, símbolos del ser en la tierra y en el sueño, cuyos caminos mudan en despojos que surgen por doquier y el abismo del desconcierto y la soledad, de sueños rotos, de silencio. 
Existe un aire elegíaco que se apodera del poemario cuando el poeta desea acercarse de nuevo desde el presente a ese recorrido vital, a ese laberinto del tiempo, para adentrarse en la mirada de antaño, en su vacío, ante un espejismo que nos adentra en su regazo mientras se produce la reconstrucción de una identidad, de un sentimiento, desde esa nada inicial, ese barro primero «del que todos nacimos y al que todos volveremos, tan suave como un sexo, tan sutil como el aire, como el mar». 
La vida no puede jugarse en un terreno neutral y el ser siempre se encuentra preso del instante, de las veleidades de la fortuna, del eterno oxímoron del espíritu y la materia, de la eternidad de Dios y de la Nada. Esperando la luz que comunican dos cuerpos que alumbran indiciariamente la salida del laberinto: «mientras mis labios beben el néctar de tu boca/y tu cuerpo y mi cuerpo se funden en el agua». Siempre en ese trayecto la exaltación de la luz del título. Quizá por esta razón qué mejor simbología que la ciudad de la luz: «Un adiós a París». Con su reclamo a instantes que merecen el haber vivido pues «Cada día/ es fiesta de la vida,/celebración,/acción de gracias,/rito/del Ser. Que se renueva/en cada cosa». O mientras el poeta incursiona en el tiempo vivido, en «aquel tren de la infancia que regresaba hecho sueño». Y como en un eterno retorno, de nuevo ser niños y mirar con los mismos ojos, con la vibración de un mundo que crece en la memoria, pero del que el poeta se dispone a despedirse. 
No obstante, el discurso final siempre es la búsqueda de la salida del laberinto, en su poética de la esperanza, mientras asume el riesgo del vivir ante una lectura solidaria y compartida de la existencia, muy en la línea de un profundo humanismo: «En estos tiempos negros, tan llenos de miseria;/nos dejas un mensaje de esperanza,/porque la vida auténtica es vida compartida».
Un hermoso poemario que nos conduce por nosotros mismos rumbo a los sueños del mundo.

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