viernes, 20 de febrero de 2015

EL POETA Y NARRADOR ANTONIO HERNÁNDEZ, MEDALLA ANDALUCÍA, POR F. MORALES LOMAS



F. MORALES LOMAS Y ANTONIO HERNÁNDEZ (MÁLAGA, 2014)






LA NARRATIVA Y LA POESÍA DE ANTONIO HERNÁNDEZ, MEDALLA DE ANDALUCÍA 2015


F. MORALES LOMAS
UNIVERSIDAD DE MÁLAGA

No es hasta los años 70, en concreto en 1978, cuando publica su primera obra, El Betis: la marcha verde (1978, reeditado en 1987: cuentos de fútbol que tratan sobre asuntos o temáticas diversas,  un retrato psicológico de las distintas aficiones que aparecen en el libro, incluso de la del eterno rival, el Sevilla, también protagonista de fondo de uno), y diez años más tarde Goleada. Con estos relatos sobre el fútbol, Antonio Hernández logró colocar su nombre en un ámbito muy popular por el efecto mediático que siempre ha tenido este deporte.
Será en este mismo año 1988 cuando publique su primera novela, Nana para dormir francesas (1988), a la que seguirá un año más tarde Volverá a reír la primavera (1989), y ya en la década de los noventa El nombre de las cosas (1993), Sangrefría (1994), La leyenda de Géminis (1994) y  Raigosa ha muerto, ¡Viva el Rey! (1998).  Y, a partir del siglo XXI, Vestida de novia (2004), El submarino amarillo (2008) (que incluye los relatos El submarino amarillo, El pintor que sólo ama dos colores, El trofeo, Los gemelos y Del saber a la constancia) y Gol Sur (2008).


ASPECTOS ESENCIALES DE SU NARRATIVA

La tradición picaresca y clásica, y el cultivo de la forma

Para un poeta como Antonio Hernández, cuya obra posee un especial cuidado en el significante tanto como en la forma de construcción del hecho literario, no podría pasar desapercibido este asunto en el ejercicio narrativo. Y de hecho ha sido un elemento que siempre se ha destacado por la crítica en general. Ángel Basanta decía desde las páginas del diario ABC que en su obra existe un evidente virtuosismo lingüístico; Santos Alonso en el diario El País advertía de la impecable técnica narrativa; José Lupiáñez hablaba de eficacia narrativa y lujo barroco en su expresión desde las páginas de República de las Letras; Rodríguez Pacheco en Tierra de Nadie saludaba la autenticidad suprema del estilo, la agilidad, la frescura y la donosura gozosa de su dicción y ejecución; y el crítico Miguel Hernández, desde El Urogallo, nos anunciaba que con Antonio Hernández llega el castellano mejor escrito.
En consecuencia, existe un concurso formal que nos permite testificar que, con la narrativa de Antonio Hernández, la lengua española alcanza una enorme magnitud literaria y se ancla en la mejor tradición narrativa española que procedería, desde mi punto de vista, de la picaresca, Quevedo y Cervantes. Podemos hallar a Lazarillo, a Guzmán de Alfarache, a Marcos de Obregón, al Buscón... en su narrativa, pero también y sobre todo podemos encontrar al gran creador de la narrativa de la modernidad: Cervantes.
La narrativa de Hernández tiene el anclaje en toda una tipología propiamente castiza y en un modus narrandi que participa de las claves constructivas de ella. Pero esto no significa una imitatio clásica, porque los instrumentos de construcción teórica que ha creado la narrativa del siglo XX como, por ejemplo, el monólogo interior o determinado perspectivismo, están también presentes en su obra. Se produce así una síntesis ecléctica entre la picaresca y la renovación técnica de la novela del XX. Todo lo cual nos indica que no será el realismo strictu sensu, tal como lo creó la novela decimonónica, el campo abonado de su narrativa sino la deformación caricaturesca de la mejor narrativa española, la transformación del espacio y el tiempo narrativo en aras de dotar al relato de expresividad y fuerza convincente como no se hacía en la narrativa española desde Valle-Inclán y su Ruedo Ibérico o desde La familia Pascual Duarte. Lo que me lleva a entender que Hernández lee en la picaresca a través del esperpento de Valle y la narrativa remozada de Cela básicamente.
La construcción del significante posee en su obra tanta o más relevancia que la estructura narrativa o la conformación de un mundo novelesco. Antonio Hernández es consciente del dominio del lenguaje, la selección de un léxico culto o popular según necesite en cada contexto narrativo y el recurso a las metáforas significativas, la adjetivación apreciativa, los símiles espectaculares que creen una impresión imaginaria en el lector, el uso de la metonimia con valor expresivo, las estructuras paralelísticas y acumulativas que tienden a la enumeración como efecto de creación de un mundo y las intertextualidades como recursos literario formal que crean riqueza y variedad a una prosa sazonada y siempre sorprendente. Y toda esta batería formal la pone al servicio del personaje, básicamente, que en muchos casos adquiere una evidente simulación caricaturesca o deformadora pero también del propio decurso narrativo que se ha parangonado con el juego conceptista de Quevedo sobre todo en el efectismo hiperbólico o en el lenguaje de germanía o en el recurso a un lenguaje sentencioso y definitivo al definir situaciones o personajes. Uno de los recursos caricaturescos más empleados es el sarcasmo, la ironía, la degradación caricaturesca, incluso los feísmos, pero también, como recordaba Lupiáñez (2008:  ): “Un humor inteligente, de un humor de tertulia, de un humor periodístico y provocador, portador a veces de contravalores y de subversiones, y otras de grandezas insólitas e inesperadas”. En este aspecto habría que colegir ese maridaje también entre lo canallesco y lo señorial, el lenguaje envilecido pro la sociedad y el cultivado por la elite y la expresividad de su prosa.

Los personajes y su mundo personal

Sabemos que los personajes que organizan su mundo novelesco siempre han formado parte de su propia realidad. No nacen de la nada. El propio narrador, en muchas ocasiones en primera persona, conforma una dimensión que se alía con el escritor Antonio Hernández, con sus vivencias familiares, sociales o amicales. Muchos de los personajes que forman parte de su existencia nacen en ese ámbito de la memoria y de lo vivido. Lo vemos de un modo manifiesto en Volverá a reír la primavera  cuando nos habla de un bar, de una sala de billares, de unos futbolines y un cine como espacio de ese ámbito familiar en el que se reflejarán algunos de sus familiares. Pero también en muchos de los personajes que surgen en Nana para dormir francesas que han poseído una existencia real que se evidencia en muchos elementos de la narración, del anecdotario particular e incluso la existencia del propio autor en esa novela, el personaje Fabio –poeta y de Arcos, para más señas- y amigo del protagonista, el Cordobés Manolo.
La construcción del personaje es uno de los máximos valores de su narrativa. Son personajes que en muchos casos forman parte del ámbito de la picaresca o de la creación literaria (tan poco ajena a la picaresca) o el ámbito familiar. Pero son construcciones muy personales, claramente identificativas. Los mundos de cada uno de ellos están marcados y determinados por la esencia vital. En ocasiones pertenecen al ámbito del desarraigo y el desengaño que actúan en una sociedad en la que no creen y tratan de sobrevivir en ella con toda suerte de actos asociales que les permitan hacer frente a esa degradación exterior. Pero en cierto modo también ellos se conforman en personajes degradados y críticos con la sociedad que les ha tocado vivir.
Algunos de sus personajes han conformado todo un escenario preciso y rico, como Raigosa, en la novela homónima, el rey de los poetas, el bohemio y visionario retratado con solvente habilidad en Raigosa ha muerto viva el rey, un poeta narcisista (como todos), vanidoso e indolente, un crápula de la noche madrileña sobre el que circula como emblema y centro toda la obra. Un antihéroe, más cercano a la picaresca que a la honradez personal que se mueve en las turbias aguas de los pícaros cercanos como pez en el agua, un Quijote degradado, pero también un creador, una caricatura de una época.  
En ocasiones el autor aparece como una especie de alter ego de algunos de sus personajes, como el Pedro Calvete de Sangrefría, el narrador y vendedor de parcelas, manager de artistas que desarrolla los acontecimientos como narrador-testigo. Un narrador intelectual que maneja con rigor la lengua y con un profundo desparpajo en la creación de un mundo propio.
Pero algo fundamental también en su narrativa es la importancia que adquieren los personajes secundarios (una especie de colmena o aluvión en todas sus obras). Por ejemplo en Sangrefría: El Palitroque, Juanito el Coraza, la Esperanza, Mojama el taxista… pero también en Nana para dormir francesas con Barbate, Mediopero, la Cantaora, Morado, Benito… o en Volverá a reír la primavera con toda la saga familiar de tíos y tías.



La construcción narrativa

Un elemento común en algunas de sus obras es el proceso de acumulatio, depósito y  acopio de situaciones y circunstancias narrativas, escenas secundarias o primarias que no forman parte de una estructura precisa sino de un decurso en un juego que nos permite anticipar situaciones que más tarde a lo largo de la novela se van a conformar pero que se interrumpen y zozobran en todo el proceso, creando como meandros que van sobre el río principal de la narración. Así nacen múltiples historias que van adentrándose en el río general de la historia. Es un proceso de acumulación que está presente en El Quijote y en gran parte de la narrativa picaresca. Al respecto se decía, por ejemplo, que  esa serie interminable de situaciones estáticas o circulares se presenta, aparentemente, organizada en sarta a lo largo de las dos partes, pero su acumulación va desgastando progresivamente al personaje para conducirlo hasta el desengaño final. Algo similar sucede en Nana para dormir francesas en torno al personaje protagonista, Manolo que va contando toda una serie de aventuras, sin solución de continuidad con escenarios diversos: Madrid, Andalucía y múltiples personajes tanto desde el cuartel como mujeres que aparecen y desaparecen de su vida: Dominique, Claudine, Marie-France, Marion, la mexicana… con el desengaño final: “Recordé, como pidiéndoles perdón, a todas mis víctimas (…) Y fue entonces, precisamente entonces, cuando me di cuenta de que mi vida se había ido al mismísimo carajo” (Hernández, 1988: 271).
En la misma línea se conforma la estructura de Volverá a reír la primavera desde ese joven narrador-testigo de los acontecimientos que va progresivamente introduciéndonos en múltiples situaciones vitales relacionadas con el contexto familiar y sobre todo con la figura de Tío Andrés, pero también de toda la saga familiar.
En una línea similar se desarrolla Sangrefría con la multiplicidad de historias que conforman la cuadrilla del torero Manolo que, como en las anteriores, conforman sucesos variopintos y canallas.



ALGUNOS MIEMBROS DEL PREMIO ANDALUCÍA DE LA CRÍTICA CON ANTONIO HERNÁNDEZ EN EL CENTRO ANDALUZ DE LAS LETRAS (MÁLAGA, MARZO, 2014)




La poesía ha sido definida por él mismo como el saber “adecuar el caudal de experiencias, tanto sociales como mágicas, al cauce expresivo más o menos profundo que se posea”. Caudal experiencial, lenguaje y proyección lírica para transformar el mundo, poesía cívica y profundamente humana, neorromanticismo… son las claves de toda la lírica del escritor de Arcos. Insistía Hernández que “la función de la poesía es iluminar una zona oscura de la realidad. Vale cualquier tema si el poeta está dotado para hacerlo trascender universalmente, lo que no quiere decir a todo el mundo porque no todo el mundo tiene el mismo grado deseable de capacidad perceptiva”[1]. Si la tradición lírica del Sur es una flor encendida para muchos autores de esta Promoción, más aún si cabe es la visión del Sur, su paisaje, su cultura y su idiosincrasia desde una visión desmitificadora y fundamentalmente desde la memoria, desde esa pulsión nostálgica que entra cuando la tierra está lejos en el recuerdo, como le sucedía a Rafael Alberti, a quien le tuvo especial querencia Antonio Hernández.
La poesía de este gaditano de Arcos se caracteriza, como decía Rafael Morales Barba, por lo “neorromántico y sentimental desde sus comienzos, es un poeta que, pese a sus incursiones en lo existencial o en el ámbito indagatorio de la reflexión, de la solidaridad, o de un culteranismo de plenitud tardía, tiende a vertebrar siempre su mundo sobre sus sentimentalismo inicial, cuya vena entreverada siempre surge o como amor o como su contrario, que es el despecho irónico, doloroso o agónico”.[2]
La obra de Antonio Hernández admite la formación de una serie de trilogías, según el poeta y crítico Manuel Galanes[3], no siempre compartido por otros críticos:
1.    La formarían Oveja negra (1969), Donde da la luz (1968), Metaory (1979). Poesía con la que Hernández quiere dar su voz a los marginados, forjando así una conciencia ante la realidad colectiva.
2.    Homo loquens (1981), Diezmo de madrugada (1981), Con tres heridas yo (1983). De carácter íntimo y personal.
3.    Compás errante (1985) Indumentaria (1986) Campo luminario (1988): exaltación de la cultura de Andalucía, el proceso poético, el amor, la historia de España, la importancia del paisaje, etc.
4.    Lente de agua (1991), Sagrada forma (1994), Habitación en Arcos (1997). En ella hay alusiones a la infancia, a la cotidianidad pasada y a la función estética.
Esta división por trilogías la han visto algunos como algo artificial pero pueden tener un valor didáctico evidente. Ha habido críticos, caso de Laura Rosana Scarano[4], que han señalado el conflicto que subyace en toda la lírica de Hernández que provoca un “extrañamiento” del yo y unas vías para superar este conflicto a través de: 1) Andalucía (se produce un proceso de fusión de identidad entre el hombre y su tierra), 2) El amor humano (el yo ensancha su espacio vital y accede a su plenificación), 3) La palabra (verbalización del yo). Y llega a las siguientes conclusiones: “Es evidente la centralización de los temas poéticos en torno a un yo que se mira y analiza, en un sondeo permanente, descubriendo su identidad conflictiva: la incertidumbre agónica, el vértigo del absurdo, la angustia del desdoblamiento  continuo y la coexistencia dual, la extrañeza ante el misterio del propio ser. Esta  minuciosa visión introspectiva del yo sumerge también al poeta en un clima de evocación y recuerdo como vía de aprehensión de partes de ese yo imnovilizadas en el pasado”[5].




[1]           Carrión, Héctor: Poesía del 60. Cinco poetas preferentes, Endymión, Madrid, 1990, p. 167.
[2]           Morales Barba, Rafael: El mundo renovador de la segunda promoción de los 50: Joaquín Benito de Lucas, Antonio Hernández y Manuel Ríos Ruiz, en Ínsula, nº 543, marzo de 1992, p. 17
[3]           Galanes, Miguel: Historia personal en Habitación en Arcos de Antonio Hernández, Libertarias/Produfi, 1997, pp. 11-12.
[4]          Sacarano, Laura Rosana: “La poesía de Antonio Hernández: Tránsito del “yo” al “nosotros””, en Cuadernos para investigación de la Literatura Hispánica, Fundación Universitaria Española, núm. 14, Madrid, 1991, p. 204.
[5]           Ibidem, p. 238.

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