MANUEL URBANO PÉREZ ORTEGA Y F. MORALES LOMAS
l pasado sábado 22 de febrero tuve ocasión de compartir el homenaje que la Ciudad de Baeza ha realizado a Manuel Urbano Perez Ortega, que en vida fue durante los dieciocho últimos años secretario del Premio Antonio Machado instituido por esa ciudad.
En un acto solemne, con la presencia de la viuda de Manuel, Nieves, y del alcalde de la ciudad, Leocadio Marín, y el presidente de la Diputación de Jaén, Francisco Reyes Martínez, intervinimos para rememorar la obra de Manuel Urbano los siguinentes escritores y profesore:
El poeta Antonio Carvajal, el catedrático de la Universidad de Granada y presidente de la Academia de Buenas Letras, Antonio Chicharro, y el que esto suscribe.
Tengo el gusto de reproducir aquí las palabras que dije:
MI
AMIGO MANUEL URBANO,
UNA
MIRADA A SU POESÍA
F. MORALES LOMAS
Estimadas autoridades, estimada
Nieves, amigos y amigas, señoras y señores.
Cuando en la noche del 26 al 27
de enero de 1939 Antonio Machado miró hacia atrás para contemplar la frontera
española sabía que ya no volvería más a España. Era obligado a marcharse uno de
los intelectuales más rigurosos y comprometidos que ha existido hasta el
momento y, en palabras de Ángel González, el poeta más importante del siglo XX
en España.
Hoy día, en una época de profunda
crisis de valores, amén de económica, los intelectuales andan dormidos en no se
sabe qué dinamismo particularista y privativo difícil de entender. Es en estos
momentos cuando el compromiso de Antonio Machado adquiere un enorme alcance y
el valor de su literatura, como instrumento de reflexión, sensibilidad y guía.
Su actitud ética y moral, siempre presente en sus discursos y en sus
reflexiones, manifestaba la obligatoriedad de una atención vigilante a los
acontecimientos ante posibles huidas. En el fondo, como conocedor del alma
humana, es consciente de que la espantada por miedo o rechazo se producirá, y
advierte de ello, pero él siempre fue fiel a sí mismo y a las ideas de
humanismo y solidaridad que defendió con ahínco durante toda su vida y con más
fuerza si cabe como en los escritos publicados en La Vanguardia fechas antes.
En estos momentos que traemos a
la memoria al genial escritor sevillano para conmemorar su aniversario quisiera
unir su nombre al de otro gran escritor, Manuel Urbano. Un escritor que
compartió con Machado una próxima visión del mundo, un compromiso con la
palabra y con el hombre, aparte de ser el secretario del Premio que lleva el
nombre de Antonio Machado.
Como Machado, también Manuel Urbano
tiene ya un sitio en la historia de Andalucía. En esta historia modesta e
indulgente de los escritores de provincias que van desmadejando la literatura
con el buril de la palabra ordenada, limpia y conmovedora en este mar de olivos
que nos rodea.
Pero, sobre todo, Manuel Urbano
tiene un espacio abierto, puro y conmovedor en mi memoria, en mi corazón; ese
reloj de los sentimientos, esa despensa en donde se guarda lo mejor de cada
uno.
A Manuel Urbano lo conocí desde
la palabra, y, hasta unos días antes de su muerte (que dialogaba con él), me ha
unido la pasión por la literatura, pero fundamentalmente la pasión por la vida
y la amistad, que tiene la fortaleza del diamante cuando nace de la adhesión en
los apegos.
Yo tenía a Manuel por un
profundo amigo, por un hondo consejero. Creía a pie juntillas en su palabra. Y
su palabra era justa, meditada, inteligente, afable. De pocas personas puedo
decir esto en mi vida. Y quiero reconocerlo públicamente porque antes del
poeta, antes del escritor, antes del erudito siempre… he antepuesto y valorado al
hombre, su fortaleza de ser que mira de frente, que razona de frente, que te
habla con la sinceridad de una ola y con la fortaleza del viento.
Quiero resaltar al hombre Manuel
Urbano antes que al poeta. Porque no hay tantas buenas personas y éramos muchos
los que lo idolatrábamos como persona excepcional. Pero también existe una
enorme generosidad en su trabajo crítico y literario: el desgaste físico y
químico que llevó a cabo a lo largo de su vida fue también para realzar,
resaltar y enaltecer la obra de los demás. Y gracias a él surgieron escritores
que habían quedado en el anonimato.
Siendo yo un joven estudiante de
letras en la Universidad de Granada (todavía el dictador no había escrito su
último telediario con crespones negros) cuando nos llegó Anillos a dos.
Pero fue cuatro años más tarde, en 1976, cuando gracias a su obra Andalucía
en el testimonio de sus poetas (una de las que más relevancia le dieron a
su nombre en la Transición) supimos la dimensión intelectual de este valeroso
amigo.
No será, sin embargo, hasta 1984
cuando definitivamente iniciamos una amistad en lo personal que ha llegado
hasta su muerte.
Treinta años de una devoción y
de un reconocimiento.
Fue con motivo del reencuentro
en la Casa de la Cultura de Jaén con el escritor linarense José Jurado Morales,
del que tan buenos amigos éramos ambos. Por entonces yo andaba en Barcelona
impartiendo docencia y un día el amigo Jurado Morales (cercano ya a su fin) nos
dijo al editor y escritor amigo José Membrive y a mí que le gustaría hacer un
último viaje con nosotros a Jaén (ya no
volvió nunca más). Y lo acompañamos en este postrer viaje en que conocimos e
iniciamos una amistad definitiva con Manuel Urbano, que fue entonces maestro de
ceremonias en la última presencia de José Jurado Morales en Jaén.
Después vinieron muchos años de
literatura y de intercambio de libros. Y gracias a su buen hacer la Diputación
Provincial pudo publicar mi libro Aniversario de la palabra y mi
antología Tránsito.
Este homenaje que hoy
desarrollamos, efímero en su dimensión temporal, es de enorme efecto para
valorar la obra del escritor que se nos ha ido, del amigo que hoy regresa aquí
en su esencia como escritor.
Hoy me gustaría hablarles,
aunque sea sucintamente, de su lírica, de algunas de sus obras, porque es la
poesía (creo) al fin y al cabo lo que más sentido daría a su vida y su visión
del mundo.
Manuel Urbano publicó el ya
citado Anillo a dos (1972), Presencia y ausencias (1978), Pre-textos (1979), Grabado en la memoria (1980), Horno negro (1998), Paseos en Jaén (2001) y Camino de la nieve (2007).
Su lírica ha
sido definida por Antonio Hernández– como “festín verbal con notas barrocas y
profundidad meditativa, fruto de una necesidad expresiva y verdad vital que,
con un dejo de tradición incorporado en cuanto esta se hace placenta de
vanguardias y se llena de rastros de humana melancolía, buscando la final
salvación por el arte.
Su Camino de la nieve, por ejemplo, es un crisol
poético donde arden los crepúsculos, las tardes de otoño y la oquedad de
noviembre, una música violeta, ciertas preguntas con respuesta, el vuelo
inmóvil de las horas, la profundidad oceánica del espejo, las hojas y el óxido
de su cobre como harapos de ternura. Se trata de un libro donde se mira
fijamente la desnudez del tiempo.
Todos convendrán en que uno de
los pensadores de este siglo que ha llegado a profundizar con mayor
clarividencia en el lenguaje y su capacidad de simbolizar la realidad fue
Wittgenstein. Fue él quien afirmó que “los límites de mi lenguaje son los límites
de mi mundo” y quien llegó a decir que solo
podríamos decir cosas sobre el mundo como un todo si pudiésemos salir fuera de
él. En el Evangelio de San Juan I, 1 se dice que “en el principio era la
Palabra, y la Palabra está junto a Dios, y Dios era la Palabra”. La palabra es
un misterio, encierra un mundo, la percepción de la realidad o la irrealidad solo
se construye con las palabras. De ahí que la palabra, como dice María Zambrano,
exista antes de su aurora que es la escritura. Encerrar un mundo en unas
palabras es un acto de osadía, pero cuando lo buscado es la propia palabra, el
fulgor del lenguaje, estamos en presencia de la función metalingüística, de la
metapoesía. La palabra no solo es el sujeto de la reflexión sino el objeto, el
centro del poema.
Manuel Urbano siempre quiso
rendir homenaje a la palabra y en su obra Horno
negro (Diputación de Granada, 1998) adquiere especial relevancia. Pero sería proteico reducir ese evento a una
constatación conceptual. La palabra solo encierra el límite de un mundo, pero
cuando este mundo es ella misma lo ilimitado de su discurso llena todo el
poemario.
Con Fábula impia, el primer
poema, se sugiere el mundo, más lleno de silencios que de percepciones y ese
mundo es el cantar del alma. Con el último poema, Final, la palabra descansa
“desnuda y limpia... en el papel” como un sacrificio del poeta. Hay en medio un
trayecto por la existencia, el tiempo, el deseo, la percepción amorosa, una
reflexión intelectual sobre la simbología del lenguaje y su capacidad de
significar. Es en esa estética de horno donde se endurece y modela “la voz del
hombre en el tiempo”. Ese horno del título es un lugar simbólico donde el
escritor amasa su propia visión de la existencia a través del trigo de las
palabras. Todos los matices sobre la capacidad expresiva del lenguaje caben en
los versos de Urbano. Las palabras tienen sabor a lágrima, a raíz, a miel.
También son humanas, se llenan de los efluvios del ser y no solo representan el
amor, sino que son el amor mismo: “Sus nombres son ojos que las miran/ desnudas
besándose en la boca”. Son la propia naturaleza y por ello “caen las hojas de
las palabras/ y el verso tiembla desnudo”.
Manuel Urbano amplifica esos
límites físicos y nos transfiere nuevas visiones, nuevas realidades sobre el
hecho poético.
En otros momentos, y en un tono
más cernudiano, la palabra adquiere el símbolo del cuerpo amado: “Palabras en
los ojos/ su eco por los párpados/ en el orden de un poema donde rima/ el
sonido enlazado/ de dos bocas/ amorosamente enmudecidas”. Y se hace cuerpo que
llena la existencia y el tiempo del poeta.
El misterio de la expresión, el
campo abierto de lo connotativo se va abriendo paso en la mente del lector que
atraviesa las procelosas aguas de la creatividad como si conquistara nuevos
mundos: la visión de la existencia solo cabe en el lenguaje de esta, como ya
sugirió Wittgenstein. Si mi mundo es amplio la capacidad de expresarlo aumenta.
Pero el verso siente y sufre y muere, igual que nosotros. Llenar de palabras el
mundo es haber vivido. La escritura nos define y nos redime, pero también es
sufrimiento y muerte. La dictadura del cuerpo es la de la palabra y su libertad
y sumisión son el tiempo que le toca vivir al poeta: “El poeta busca su
libertad en la sumisión de la palabra/ y la libertad de la palabra anida en su
resistencia”. ¿De cuántas palabras se compone la vida, de cuántos silencios? En
los límites de uno y otro nos encontramos nosotros en una eterna búsqueda. El
poema no es un canto, es el caminar del poeta por la existencia, y uno y otro
son el alma y el cuerpo de la escritura. Su gramática es la creación, la letra
que nombra las cosas, la ternura o el odio, la muerte o la vida.
En su último libro, Camino de
la nieve, se hace machadiano e íntimo con su reconocimiento del paso del
tiempo, la nostalgia de lo vivido o la memoria de lo perdido, la soledad, la
naturaleza en torno y la reminiscencia del corazón... En ella se sustancia el
diario acontecer y todos los matices de la existencia que en él caben. En él
amplía la lírica simbolista de Antonio Machado, Manuel Machado y Juan Ramón
Jiménez en la que la trascendencia del lenguaje opera en la dirección de dotar
al poema de una pujanza expresiva acogedora.
El concepto de pérdida se
evidencia desde el primer poema, pero también de reencuentro en tanto se va y
se viene por el camino del tiempo, por el camino de los afectos y los
desengaños. La imagen del tú poético se hace sensual y tierna pero también el
pasado con sus “arreboles fatuos del amor”, aunque la nostalgia se apodera de lo
vivido en un camino que prologa una sublime decadencia lírica bien
organizada. La tarde, el otoño, la
naturaleza mustia y decadente ostenta la presencia impertinente, de modo raudo,
para conformar la propia vida y ese vacío de trinos y jardines, de triunfos y
luces vencidas que se enjoyan en los límites de la subsistencia, en las lindes
de la vida. Toda la geografía del encuentro adquiere entonces la presencia de
la sustancia poética, su consistencia sonora. Urbano canta la velada
trasparencia de lo elegíaco que se asoma al brocal desnudo del ser humano, y se
hace una dentellada, un invierno profundo... en una simbiosis de versos en los
que prenden los de arte menor de cancionero junto a los narrativo-descriptivos
de corte prosaico y elegíaco en el que reconoce la apariencia de una constante:
el dolor de ausencia y la relevancia de la clepsidra en su monótono caminar
hacia la nada.
Abunda lo pictórico y lo solitario, el silencio y el paisaje otoñal
taciturno, la tristeza y el vacío como un camino de nieve, “y la sed, en un
trágico/ juego”. Ese doliente aroma machadiano, esos campos de soledad, esos
años caídos, ese paisaje que se identifica consigo mismo: “Mis años son paisaje
de lejanías y ahora, ojos atrás...”. El escritor piensa en otra ilusión
perdida, en otra ilusión vencida mientras el “corazón del tiempo/ late en voz
de ceniza”.
A
través de su palabra la lengua se hace grande, se moldea sublime y alcanza
enormes registros emotivos y líricos. Urbano adquiere una extraña asociación de
afecto, intimismo, ternura y gráfica presencia lingüística, recrea la palabra,
le da consistencia, fuerza, honor.
La presencia deslumbradora del tiempo conforma el paisaje de una
singladura que quisiera tocar a su fin en los espejos de abatimiento o en la
obsesión del recuerdo. El campo semántico del dolor, del tiempo, de la memoria,
de la decadencia se sublima con sus paisajes otoñales e invernales, con las
constantes metáforas y símiles que adquieren una representación perturbadora y
con ese nihilismo agotador que resume los sueños en nostalgias y ternuras
pasadas, en reflejos de los que fue, en escalofríos o herrumbres de un latido
que apenas es ya perceptible.
Una gran obra lírica en la que Urbano ha mostrado que la lengua crece
con el sentimiento, que la lengua es el principal vehículo para organizar la
existencia, para vivir la vida en el libro, para revivir el pasado cuando la
maestría se convierte en un cauce para expresar lo más profundo de lo que un
ser humano lleva en su interior. Palabra y sentimiento, paisajes vividos,
nostalgia de lo que fue.
Muchísimas gracias.
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