Umbrales de otoño de Mariluz Escribano Pueo, Editorial Hiperión, 2013
La literatura no está construida con palabras. Puede que estas aporten su solución teórica, pero la literatura, sobre todo, está construida de sentimientos, emociones, sensaciones, espacios públicos y privados que se resuelven en una oración, en un adjetivo o en un símil, pero siempre estos serán la vibración última del sentimiento que los creó. Quiero decir que, por encima de las palabras del poemario Umbrales de otoño de Mariluz Escribano Pueo (Hiperión, Madrid, 2013), está la fuerza de las emociones y la vehemencia de un corazón abierto y público.
Con esta obra, precedida de un rico y exhaustivo estudio de la profesora de la Universidad de Granada, Remedios Sánchez, Mariluz Escribano Pueo realiza una confesión hondamente sensitiva. Su vibración interior se apodera del poema a través de una lírica que nace de la memoria pero también de lo que guarda el corazón.
Ya en el título nos dice mucho. El otoño, comienzo de un tiempo que concita una sensación de nostalgia en su origen (es septiembre, de ahí sus umbrales) y fecha que en los calendarios nos conmueve por una recóndita espera y una intromisión en un interior necesario.
Sus dos grandes apartados (el primero sin título, solo enumerado con el dígito romano I; y la segunda, con el dígito II y “Humo remansado”) nos hablan de dos pensamientos muy diferenciados. En el primero, innominado, vive la familia, los amigos, el espacio sentimental, la infancia… en una melancolía de hoja otoñal que va tomando los colores dorados, las lluvias en las ventanas y “los silencios/ aislándonos del mundo”. En el segundo, “Humo remansado”, a pesar del título que nos habla de evanescencia, existe un ardiente cancionero amoroso, en el que hay un tú apostrófico al que se dirige su discurso cálido, sensitivo e íntimo. Se apodera entonces del poemario la conmoción de la mujer enamorada pero muy consciente de que “está escribiendo el color del recuerdo” (que aquí más que nunca tiene su sentido originario: re-cordo, lo que se guarda en el corazón, en el sentido que le daba Schopenhauer).
Lo que podrían entenderse como dos poemarios diferenciados creemos que poseen una enorme complementariedad entre ambos porque retratan el paso del tiempo, la memoria de la que ambos andan conformados, pero con la especial relevancia de la segunda parte, en la que el amor alcanza el sentido último de la existencia.
Comienza el libro con una dedicatoria especial a su madre, a la que rememora trabajando en la casa con la naturalidad de ese tiempo machadiano que se acomoda a la existencia cotidiana y crea las sensaciones de lo perecedero. El otoño se configura entonces como el tiempo preciso, esa determinación en la que se asienta la memoria mientras la Madre, en mayúscula, crece en los poemas con la confidencia del canto y la materialidad de una geografía de patios y huertas. El recuerdo crea el poema, se apodera de él pero en ocasiones rezuma tristeza en una soledad envolvente en la que la geografía, como en su momento en Juan Ramón Jiménez, conforma las sensaciones y las delimita. Se sabe presa de la evocación y con las palabras como enigmas con las que trata de descifrar su existencia, esa vida vivida y ahora traída al lector con la naturalidad de la confidencia y el acomodo del que va dando los pasos en un recorrido con el que trata de llenar su soledad.
Mariluz Escribano Pueo
Es septiembre, ese “umbral del otoño” al que alude el título, y “amanece/ con la amarilla luz de los veranos”. Su delimitación temporal, le permite una permanente llamada al lector que existe un tiempo, y un espacio, una Granada triste, de “pálidos viajeros” y una infancia, como la de Machado, que se está escapando “de un atlas”. Existe en Escribano Pueo una necesidad perentoria de crear un mundo, de precisar unas coordenadas en las que el lector va entrando progresivamente y se va adueñando de él a través de las sensaciones pictóricas, auditivas y luminosas. Es un libro lúcido en su tristeza, en su melancolía de árbol dorado, de barco a la deriva, de niño o niña indefenso.
Y el tiempo se va apoderando del poemario, el tiempo recordado, el tiempo hallado, el tiempo que anda en el corazón zigzagueando e imaginando cómo fue ese pasado, cómo existe en el recuerdo, en ese gozo sin fondo, en esa desolación imprecisa de afectos y ansiedades. Y el año 1936, con ese septiembre que de nuevo surca como el umbral del título el poema, con su aire de membrillos y manzanas, con sus cipreses cercanos y la imagen de la sangre derramada tan duramente en la memoria familiar. Y así germina el padre desde la contemplación, desde la observación cinematográfica que crean sus ojos, esos ojos que observan “la patria cereal de los trigos”, en esa bella metáfora. Unos ojos para un bello poema que nos rememora la guerra y el corazón al unísono, como dos silencios compartidos, como cantos que surgen una y otra vez con sus salmodias. Es una imagen que adquiere una enorme relevancia emotiva y por la que deambula la infancia de la mano de su padre “y al calor de su sangre/ mis pulsaciones tienen/ una ambición de tiempos”. Enorme poema con el que abandera la fuerza de un sentimiento cuando el corazón lo embrida en unas cuantas palabras y lo enaltece. En ese camino de su mano, el mundo es otro, y también la sangre con sus fusiles y, acaso, su muerte ya no lo es tanto porque en la memoria siempre ha quedado ese emblema de la bandera heredada del padre, que es la mayor y más emotiva patria del poeta.
Pero también es tiempo de espacios para un nihilismo de ciudad muerta, de ciudad donde pocas veces sucede algo, de ciudad de tardes intrascendentes y soledades ciertas. Es un tiempo el construido en su memoria, un tiempo creado desde el sonido (“con sonidos de pozos”), pero también con el dolor (“y el llanto de las piedras”), un dolor que pudo crear un tiempo y una memoria colectiva, como sucedía en algunos de los poemas de Francisca Aguirre con la que observo muchas complicidades, acaso fortuitas.
En este primer apartado surge la ciudad con su fuerza convincente y también la huerta, esa huerta de San Vicente donde Federico está “ausente como un muerto” y con el que trata de vitalizar los espacios de la memoria y rastrear esa vieja imagen de los sentimientos. Los sentimientos acaso de esos niños de ojos dormidos, de esos niños que van y vienen por los jardines juanramonianos o machadianos con los que se concita un clasicismo consentido: “Los jardines respiran añoranza,/ los árboles tristeza,/ y no encuentro ese viento transeúnte/ que llaman ábrego”. Una ciudad en medio de un jardín que va creciendo en los poemas con la melancolía de una luz otoñal y a media tarde.
El “Humo remansado” crea desde el inicio la exaltación y la energía vital. Desde la virtualidad imaginaria, la escritora se sitúa en el limbo del corazón, en su extrarradio de tierra, surcos, trigos para poco a poco ir entrando en su alma sencilla y forjada por la ternura, enérgica, vital y amorosa. Los símbolos que aspiran a crear una imagen definitoria transitan el poemario, bien siendo esa carga mineral de la tierra, bien esa agua que crece con la incertidumbre y la voz que retiene el corazón, en el silencio de los suspiros y en una geografía que nos conduce de la mano de ese amor forjado una tarde de lluvia, mientras se abren los cielos y el corazón crece en el mejor trigal.
Es un amor muy nerudiano, creado en el trasiego de la naturaleza, que le sirve de proyección pero también de centro y guía. Existe una necesidad definitoria por expresar el significado de este amor que la concita y la compele a seguir, olvidando esa tristeza de antaño, ese camino de soledad y angustia mientras se crea él, entre la sencillez de lo primitivo, como una sangre, como una caricia de otoño. Es un sentimiento que alcanza los límites de un mundo y trata de edificarse en piedra para conformarse en la consistencia y en lo indestructible de lo creado. Como un sueño inalterable, como la lluvia que humedece los campos y multiplica la cosecha.
En ese fulgor de la necesidad del recuerdo de amor (no olvidemos que escribe en el color del recuerdo) los labios del amado crean la solidez deseada, se apoderan de su existencia y adquieren la esperanza primera. El abandono, ese recuerdo que inunda las tardes (“Entera está mi vida en ti depositada), vuelve también para afianzar una extraña mezcla de placer y desconsuelo, de afectos y derrotas, de silencio y palabras cruzadas. Un oxímoron de sensaciones contrapuestas que pueden llegar también al silencio de amor, pero, al mismo tiempo, a la rendición de amor y entonces vemos a la amada florecer con la tierra y el agua, con los símiles de la naturaleza apoderándose del bello “Entera está mi vida”. Hay como una entrega, el efecto de las manos en el cuerpo de la amada, las manos como un libro que expresa sus sensaciones y se hace uno y expresivo al tacto, pero también un encuentro permanente con la fuerza y la integración de la naturaleza: “Definitivamente me confortan tus manos,/ me dan la certidumbre de mi existencia amante/ cuanto tiemblo en el mar de su interrogatorio/ y respondo a su urgencia con un suave abandono”.
Y el otoño, como un tiempo-espacio, delimita un estremecimiento de la memoria: era tarde y triste, el frío con su color cárdeno y la iniciación de amor, la incertidumbre, el nacimiento del encuentro que poco a poco va creciendo, como se construye el barro con el agua, en la humedad de la arcilla, en la definición de esa antítesis (tiste/alegre, alegremente triste) que va conformando este mundo que se crea desde la metáfora de las humedades y el barro, como si todo estuviera naciendo ahí, en esa conjunción de siempre, como recuerda en el poema “Para calmar tu sed”.
Pero la soledad se hace invectiva y se va adueñando progresivamente de ese encuentro y se crea su dolor de ausencia, a pesar de su diálogo mudo y aun a sabiendas de que es una soledad compartida: “Vivimos solos esperando la tarde”. Una espera que puede abrigar la alegría con el bálsamo de su voz o con el recuerdo de los momentos vividos. Entonces la poesía, su lenguaje hecho de sensaciones, va transigiendo esa geografía creada, va reconstruyendo esa creación de agua, tierra e impaciencias, y va, en definitiva, construyendo una voz que rezuma una historia vivida, un otoño, ese otoño que vibra en el recuerdo como un grato desaliento, como una grata sombra, una suave desesperanza, pero también como una voz transparente y nítida, como un dorado paisaje, como agua profunda.
Y siempre la vida que germina en el verso. Porque así lo ha querido la escritora en esa consistente aleación nerudiana de tierra y esencia en el caballón de los renglones y en la condición de esa raíz que penetra profunda en la tierra: “Vivirás en mi verso cuando la luz se acabe,/ por eso yo te canto germinal y sencillo”.
Es su luz, la luz encendida que guía este canto, a pesar de que sabe perfectamente que el pasado nunca vuelve y es sublime en su recuerdo.
Mariluz Escribano Pueo, Remdios Sánchez y Aurora Gámez Enríquez
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