PISTAS DE LLUVIA Y DÉCIMAS PROLONGADAS
Conozco a Alberto Torés desde hace
más de un cuarto de siglo. Hemos vivido y vivimos muchas lidias literarias
desde el Grupo Málaga: la revista Canente (Universidad/Diputación), Papel Literario (Diario de Málaga), Entreparéntesis,
el Humanismo Solidario… Notable ha sido su dinamismo cuando a
mediados de los ochenta fundó junto al poeta José Gaitán y al catedrático José
Lara Garrido la revista Canente, una
de las publicaciones de Crítica Literaria más importantes hasta su
desaparición. Ensayista perspicaz y difusor de la poesía contemporánea, de él
siempre me he fascinado la coherencia ideológica y crítica y, sobre todo, su
amistad a lo largo de las décadas.
Su gran reconocimiento como poeta
llegó en 2001 cuando obtuvo el Premio Andalucía de la Crítica de Poesía por la
obra El salón de la memoria cuando
Antonio Hernández presidía la AAEC. A pesar de un cierto alejamiento en los
últimos tiempos, su regreso se ha producido con dos obras nuevas: Pistas de lluvia y Décimas prolongadas (Editorial Corona del Sur, 2010).
En Pistas de lluvia Torés apuesta por uno de sus autores más
emblemáticos (a él le lleva dedicado mucho tiempo de estudio y, acaso, alguna
tesis doctoral inacabada): Blaise Cendrars, del que toma la cita inicial: “Et
il y avait encore quelque chose/La tristesse/ Et le mal du pays”. En estas
palabras se encierran claves de un poemario de expresión narrativa y corte
crítico con la realidad que le toca vivir donde podemos encontrar mucho de
llagas “del momento quebrado como las huellas vanas” en un camino incierto. Un
halo de tristeza y cierto regusto a melancolía desprenden estos versos en los
que la pasión y la efervescencia y dinamismo están presentes desde la óptica del
que ya está un poco ajeno a las vagas prestidigitaciones y surge irreverente y
fugaz. Es la edad del descreimiento, ¿acaso la edad de la apostasía?: los
viejos mitos van cayendo uno a uno, y solo nos queda el derecho a la memoria y
sobre los despojos construir, reconstruir nuestros “nuevos” ideales. Retoma un viejo tema que ha sido un eje
axiomático en toda su poesía: el charol. Ese símbolo de la civilización
occidental tan dada a flatulencias de toda laya y a ruidos vacuos. Reconoce que
se escondió “largo tiempo/ pero jamás llevé capucha”. Y sobre esa flatulencia
vital, sobre esa necesidad de creer en algo (visto en los ojos de su hijo
Alfonso) surge ese poeta que todavía ansía la vida: “La vida de espaldas es
descreer/ cuando hay que creer con todas las fuerzas,/ con todas las fuerzas y
sinceramente”. Un motivo no ajeno a esta lírica vital y fuertemente
comprometida con el ser humano es la sangre (símbolo tan querido para los
surrealistas), esa sangre del esplendor, del estupor, de lo inútil, del abrazo
cortado… secciones de la vida en una barra de un bar. Y el misticismo laico del
recorrido vital, del homo viator a
través de la búsqueda de lo sustancial que se despliega en las confidencias con
Teresa mientras despierta en él ese hálito de rebeldía permanente, sabedor de
que “Sólo un puñado de rebeldes llegan/ hasta el final”.
Ese componente ético y soñador siempre
estará marcado en su lírica humana que ajena a la puesta en escena de lo
ambiguo necesita fuertemente sentir. A pesar de que ese recorrido sea merecedor
de brillos inanes y el amor se convierta por momentos en una bandera, quedará
siempre la conciencia del errante en busca de la utopía mientras el poema, es
decir, la sangre anuncia el “Perfil de futuro/ el mundo está a punto de
comenzar”. Su poesía es depositaria de la esperanza una vez que ha fustigado la
desazón de los brillos de charol, las ambigüedades vitales y el dúctil tejido
de la miseria. La búsqueda como necesidad de encontrarse consigo mismo y con el
paradigma de su existencia en esa carretera que, como un tiempo, nos hace
avanzar y acaso llegar a la modernidad de lo ambiguo y a sus ritos urbanos. En
ese viaje Alberto Torés va reconstruyéndose a sí mismo desde el presente y
desde el pasado.
Alberto Torés y F. Morales Lomas
No es ajeno a la magia del blues, a la
lírica de Gil de Biedma, de Neruda, de Pérez Estrada o César Vallejo, como
tampoco al hábito de la tristeza o al erotismo humanamente vital y tórrido de
“Luna azul”: “Momento de querer/ vender el cuerpo al diablo sombrío”. Pero
siempre encontraremos en su lírica una componente ética, un descubrimiento del
papel que jugamos ante la libertad, ante los recuerdos, ante la nostalgia, ante
el tiempo que nos ha tocado vivir: “Historias de infancias, ruines y antiguas/
que los papeles convertirán a textos”. A veces es protagonista ese cansancio
vital como “Los galopes de piedra” con cita de Pérez Estrada y la inserción de
algunos de sus versos, siendo el desánimo cómplice y solitaria la compañía partícipe
de la novela La extranjera del autor
malagueño.
Y en este camino de reconstrucción y
querencia no puede faltar su hijo Alfonso, al que dedica el poema “El secreto”,
uno de los temas más queridos para el autor parisino que se sostiene sobre el tema
de la búsqueda: en las páginas amables, en los puertos fascinantes, en los
burdeles… en última instancia como una razón de vida y siempre tratando de ver
en su luz, la suya propia, porque su búsqueda es una forma de escudriñarse a sí
mismo. Una identidad necesaria para ese futuro por comenzar que anuncia en el
último verso del poemario y en otros en los que la esperanza siempre está
presente a pesar de los tiempos de charol y espejismos vanos, a pesar de la
melancolía de la memoria o de la piedra que petrifica los sueños.
Acaso sea “La boca del alba” donde el
poeta expresa con mayor énfasis ese recorrido vital y desde la irreverencia del
apóstata confirme sus últimos afanes. Si antaño fue la naturaleza, hoy “la
razón puede mostrar cavernas”. Y ante esta imagen, el poeta cursa la búsqueda
de la libertad, el descubrimiento de “la nostalgia de lo ambiguo”. Hay una
necesidad de nombrar a las cosas para crearlas, para darles un sentido al final
del rayo de esperanza. El hoy es un mundo de alambres y pálidos sabores y
cínicos rencores del recuerdo… como si fueran cicatrices que sobreviven en la
cercanía del texto escrito. Y al final surge como un grito la defensa de una
ética revestida de estética y dice: “Porque mi estética es contraria/ a la
locura despreocupada/ y no reconoce los inadmisibles/ espejos del agua ni la
luna correcta/ ni el diagnóstico de la belleza sin emoción./ Aquí los
testimonios son juicios impuros,/ razón del pensamiento crítico, humanismo/ solidario y romanticismo cívico”.
Palabras estas últimas que alimentan toda su singladura vital, todo su verbo,
toda su dimensión humana y comprometida en estas Pistas de lluvia con tan clara vocación de Homo Viator ante la
impunidad de los elementos y la conducción temeraria.
En “Nota a Modo de Epílogo o de
Prólogo” de Décimas prolongadas
(Editorial Corona del Sur, 2010) explica el sentido último de este poemario, la
confluencia de una serie “de textos reunidos bajo la perspectiva de la
elasticidad, presentándose como 35 décimas prolongadas. No hay más pretensión
salvo la de rendir homenaje a aquellos trovadores de hace cuatro siglos que
versificando quintillas, octavas reales y otras emociones, tañían guitarras o
vihuelas de mano para musicalizar sus coplas”. En ese homenaje temporal en el
que la alusión a un tiempo pasado-presente-futuro-condicional está presente
también los amigos: Carmen y Francisco Peralto, Juan Gómez Macías, Sylvie Léger
y Bernard Sesé, José Lara Garrido, Rafael Ávila, Takeo (Alfonso Torés),
Francisco Morales Lomas y Eduardo Vila Merino. Es un poemario plenamente
sentimental en el que Alberto Torés no solo rinde homenaje a todos estos
escritores sino también en cierto modo reconstruye su tiempo vital, sus
querencias, sus pasiones, sus denuedos y sus proyectos de futuro. En él hay
siempre algo de condicional y una relevancia expresa de lo porvenir. A pesar de que es consciente (signo de esa
inteligencia creativa y juiciosa que siempre le consideré) de esas limitaciones
propias de todo lo perecedero, la inmensa vocación de luminosidad de su obra
tiene un parangón en sus versos que lejos de esa nostalgia o tristeza
refulgente se acomodan a la mañana y su mundo-pasión: “De la mañana serena, la
vida/ en texto abre riesgos y verdes frutos,/ alegra tus ojos en dos minutos”.
Algunos de los mitos destruidos (retomados en los versos de Pistas de lluvia) también están
presentes aquí, a la vez que ese espíritu del rebelde que no ceja, que no
pierde un momento para gritar ante el presente y reclamar el sentido de la
existencia: “Para escribir pues requiero la vida”. Una máxima que no se
compadece con la emoción sino que se imanta de ella. Y a pesar de memorias de
derrota o silencios compartidos, el futuro es un desencadenante de la
agitación, de esa nueva vibración de tiempo que ha de ser revelado. Es cierto
que “fuimos nostalgia”. Es cierto que “fuimos ocultos”. Es cierto que “fuimos
tiempo indeciso en manifiestos”. Pero Alberto Torés sabe que no hay nada más
triste que la mentira y hay un renacimiento entre los cristales rotos: “Que nos
hace soñar cuando las piedras/ ruedan y los escarabajos suenan”. Hay un mundo
al que desafía desde los agotados inviernos, desde ese hombre que camina con su
razón a cuestas, con su verdad que no debe ser escondida tras el charol de la
nostalgia. Hay una distancia, una búsqueda necesaria que como en Pistas de lluvia surge una y otra vez en
esa simbiosis entre el arte y la vida. Frente a la ceniza de esa insospechada
nostalgia, de esa tristeza de ocasiones perdidas, las décimas prolongadas de
Alberto Torés son una “forma para vencer el alba”. Es su discurso más hermoso,
aunque es consciente de que su verdad no es ni siquiera única. Pero sí es la
que inspira su esperanza hacia esa lírica con vocación ética cuyos textos
siempre reiventarán de nuevo esa razón vital ante la hipocresía de los tiempos
actuales: “Que somos la tierra/ de frutos tardíos, la altiva pieza/ para la
envidia trascendente”.
Hay también una suerte de reparo ante
falsos jugadores y rufianes, prevención ante la oscuridad y ruido consciente
por esa claridad que llega aunque haya estatuas de viento que ocupan espacios
en un momento determinado. Pero siempre quedará el amparo de la luz que se
presenta con acierto cuando hay consciencia de lo que debe ser amado y
compromiso consciente: “Supiste amar con acciones/ de caballero castigado al
tanto/ y todo por la nueva España. Caro/ tributo entonces si diste por tu obra/
la vida y por ella, noche sola,/ una, libre, donde todo perdiste”. Un
neorromanticismo cívico que nos lleva a la literatura de compromiso de todos
los tiempos y recupera nuevas mitologías en torno a Voltaire o Maigret. Hay un
inventario de afectos y un amor consumado a la vida, a los placeres palpables,
a la vida siendo sabedor de los rompientes y la amargura de los abismos: “Como
estrellas que lloran su suerte/ nuestros mitos, sangre por pasarelas/ son,
entre puertas y dulces ironías/ una brisa comulga voladora”. Pero siempre
existe la voluntad de alcanzar los límites, destruir las mentiras y las
historias falsas, los mitos, las promesas y organizar un mundo propio, personal
y exclusivo.
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